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domingo, 22 de marzo de 2009

Ahí va otra de tus vidas

Tomas las llaves de tu carro y tu casa, y como siempre, tintinean cuando chocan entre sí. Abres la puerta y sales al aire frío y el clima húmedo. Te aseguras de haber cerrado bien la puerta. Al subirte al carro, te deslizas con toda facilidad y confianza de quien sabe controlar aquello que maneja todos los días. O al menos eso pensaste. Pensaste que el carro te conocía tanto como tú a él. Pero es una simple máquina. Maldita máquina. Esta tarde el pavimento no estaba seco, pero tu confianza y tú decidieron ir como de costumbre. Anda, rápido por la carretera. No tenías prisa, y el destino final del recorrido no importa porque esta tarde, no llegaste. Por que tus precauciones no fueron suficientes.

Esta tarde, manejaste por la carretera. Tu pie firme sobre el acelerador avanzaba cada vez más la velocidad. Tus manos, frías por el clima, se aferraban al volante con la emoción de un corredor, de una libertad ilimitada. Pero el resto de tu cuerpo se hallaba completamente relajado, posado suavemente en el asiento. Y tus pensamientos se fusionaban, como vapor ardiente, entre el camino y tu “muy común” vida personal.

Esta tarde, el trailer que aguardaba impaciente en la fila del retorno cambió tu vida para siempre.

Esta tarde, mientras tu cabeza tenía un ojo en el camino y otro en las nubes, mientras escuchabas canciones alegres en la radio, mientras el llavero se movía con gracia y cantaba su propia melodía detrás del volante, te deslindaste del grupo de automóviles que solían viajar a tu lado. No había nadie más delante, ni nadie más detrás de ti. Fue entonces que uno, dos, tres, carros te cruzaron por enfrente, atravesando la carretera para llegar al otro lado. Pero lo que no esperabas es que el trailer decidió también atravesarse, cuando tú ya estabas encima. Cuando el vuelco del corazón pisó el freno, tu mente entera se dio cuenta de lo que pasaba. La velocidad aún era demasiada, los gritos ahogados, las lágrimas invisibles, tu cuerpo estaba tan paralizado que ni siquiera sintió lo helado del sudor. Todo el dolor se reflejaba en las arrugas de tu cara. Seguías avanzando, y te diste cuenta de que el remolque había terminado. El primero. El segundo remolque se apareció delante de ti, y al mismo tiempo que giraste el volante entero, cerraste los ojos, y la angustia y el miedo y el dolor se encerró en tu cabeza, y sin poder contenerlo todo, gritaste. En ese grito pediste perdón y pediste una segunda oportunidad. En ese grito sentiste la inercia de tu cuerpo y cómo el auto se volcó una y otra vez, cómo tus manos buscaban de dónde sostenerse y cómo tu cabello, revolviéndose en tu cara, le ocultaba a tus ojos tu cuerpo demacrado. No sentiste el tiempo, no sentiste cuándo terminó. Pero en medio de sollozos, tus manos ardientes buscaron el botón que desabrochaba el cinturón. Caíste. El carro estaba de cabeza. Tus ojos empañados de lágrimas y sangre no veían nada. Entonces te valiste de tus manos para sacar por la ventana tu cuerpo incontrolablemente tembloroso. Ya no querías sentir, ya no querías saber que pasó, el cansancio era tan terrible que ya no querías llorar. Teniendo medio cuerpo afuera, esperabas poder respirar un poco, pero lo único que tu nariz parecía percibir era un humo apestoso de algo quemándose. Te faltó la adrenalina y ahí mismo te tumbaste. Y sentiste cómo tu pesadísimo cuerpo se volvió más ligero.

Uno de los automovilistas que venían más atrás vio la escena. Dejó el carro un par de kilómetros atrás, y sin pensarlo dos veces salió del auto corriendo. Cada paso que daba era el más rápido que podía dar, pero sentía como si durara horas y horas sin poder llegar a sacar a la persona cuyo auto estaba a punto de explotar. Cuando finalmente llegó, le importó poco tomarla de los brazos y sacarla de un jalón, a pesar de que todo su cuerpo se rasgara con los vidrios de la ventana. La tomó en brazos y corrió de nuevo, con una adrenalina que jamás había vivido, de regreso hacia su auto. El viento arrastraba el lejano sonido de múltiples gritos y precauciones. Cuando, jadeante, llegó a su auto, la colocó suave pero fugazmente sobre el pavimento mojado. Y vio su rostro. Vio que su cara, a través de sus heridas, era tan pálida como si hubiese muerto hace días, vio la sangre fresca que se deslizaba sobre su piel helada. Con una esperanza de poder ver a la pobre creatura abrir los ojos una vez más, juntó su dedo índice con el medio y lo colocó en la yugular del cuerpo moribundo. Fue entonces que de sus ojos exorbitados surgieron lágrimas, y un intento imparable de revivirla. Presionó con sus manos todo el peso de su cuerpo sobre el pecho inerte que yacía sobre el pavimento. Fue como si toda la desesperación del mundo se hubiera concentrado sobre ese único lugar. Presionó una y otra vez más, tratando de avivar un corazón que ya estaba muerto. Le daba respiración una y otra vez tratando de expulsar el veneno de sus pulmones. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero por más que trataba no veía ni una sola señal de vida. Y él, en medio de su miedo y de su desesperación, gritó al viento su fracaso, gritó tanto hasta que toda la energía y el viento de un carro explotando le azotó el cuerpo y el alma hasta el pavimento mismo. Sintiendo el calor de las llamas de mil metros, miró el cuerpo inerte y lloró.

No sabes cómo, no sabes porqué. Y sin saber en qué lugar de la escena estabas te dijiste que te darías tu propia oportunidad. Te acercaste a tu cuerpo y trataste de tocar tu mano material. Justo cuando sentiste tus dedos, una luz incandescente comenzó a succionarte al lado contrario de dónde querías ir. Buscabas tus manos para aferrarte a algo, cualquier cosa, pero no las encontrabas. Aún no te querías ir. No te podías ir. Tan joven, tantas cosas por hacer, no se podía acabar aquí, ahora. Reuniste todas las fuerzas que encontraste y luchaste para avanzar en contra de la luz. Cada paso que dabas te sentías más cerca. Pero mientras más tardabas, más te debilitabas. Viste cómo se reunía la gente, cómo los policías y los tránsitos intentaban mantener un perímetro. Cómo los bomberos intentaban con ansias terminar ese pequeño pero aterrador infierno terrenal. Cómo la ambulancia se acercaba a toda velocidad y bajaban los enfermeros con camillas y aparatos. Cómo el hombre que salvó tu cuerpo, yacía temblando incontrolablemente de horror y tristeza. Viste tu mano una vez más, intentaste tocarla una vez más. A pesar de la debilidad, te entrelazaste entre tus dedos. Fue entonces que tu mano se movió, y el hombre vio y, atónito, dejó de llorar. Los enfermeros te dieron choques eléctricos en el pecho desnudo. Bastó con dos para traerte a la vida. Para juntar tu alma con tu cuerpo. Para darte una oportunidad más. Y el hombre cerró los ojos y suspiró. Y en ese suspiro sacó toda preocupación, terror, y miedo. En ese suspiro volvió a respirar.

En ese momento perdiste una de tus vidas para vivir una vez más.

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