“¿Sabes llegar?”
“Es la primera vez que
vengo.”
La mía también, pensé.
Y olvidando el corcel continué caminando y mi armadura cayó. Cayó fuerte y las
rocas del suelo la trizaron dejándome desnuda bajo la luz. Pero seguí
caminando.
Después de un largo
rato sin noches ni estrellas, con los pies ensangrentados, llegué a la puerta
que mis ojos no reconocieron pero le dieron la bienvenida al tacto de mis
manos.
“Está abierta.” Volteé
y me encontré con sus ojos que me sonrieron desde lo profundo de sus pupilas
con una emoción desconocida y la carne desnuda bajo el cielo oscuro del día en
nuestra colina. Seguí caminando.
No llegué arriba, pero
la recámara tenía retratos en todas las paredes, en todos los techos. Unos eran
míos y los demás recuerdos me los contó el tocadiscos empolvado del rincón, con
melodías de todos los sabores. Tomé del centro de la mesita mi taza favorita
con mi porción de azúcar de colores y embestí el pasado.
Tú te sentaste en la
puerta, sin taza ni oídos, pretendiendo contenerme, pretendiendo guardarme.
Miré a través de la ventana, más enorme que cualquier retrato. Miraste afuera.
“¿Qué ves?”
“Luego vemos.”
Y me dejé.