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domingo, 15 de octubre de 2017

Campanilla de invierno

Yo sabía exactamente cómo era el amor. En quinto de primaria. El amor era un recadito que atravesaba el salón sólo para llegar a las manos indicadas. El amor era llegar temprano a la escuela y jugar básquet en el mismo equipo antes de que sonara el timbre. El amor era repasar juntos antes de que nos entregaran el examen. El amor era platicar hasta que la maestra nos regañara y callarnos medio minuto para después seguir platicando otra vez. El amor era negar, con toda la cara roja, que esa persona te gustaba, delatándote. El amor era salir corriendo cuando te querían casar en la kermés. El amor era un paquetito de Skwinkles rojos. El amor era una firma en tu playera al final del año. El amor era un “recupérate pronto” en el yeso de tu brazo. El amor era primavera.

Después desconocí al amor. Se fue a un rincón de mi cabeza y me hizo despreciar poemas. No me enseñó a agradecer los chocolates y las cartitas que llegaban a mí en manos temblorosas. Bailar, ¿qué era eso? No me importaba. En el calor del verano encontraba todo el cariño que necesitaba.

Y mi corazón, una vez estando en la copa del árbol, disfrutando de los rayos de sol, cayó junto con las demás hojas de otoño en medio del viñedo. Y ahí estaba: el brillo de sus ojos reflejando el líquido dorado que meneaba en su copa. Los pliegues en sus mejillas acentuando su sonrisa. El amor era atravesar la ciudad caminando. El amor era ver una muestra de cine de arte. El amor era sentarnos siempre en la misma mesa del mismo bar y tomar los dos, cerveza de trigo con levadura a mi ritmo hasta llegar, poco a poco, a su ritmo. El amor platicaba conmigo hasta la mañana siguiente sin parar. El amor se preocupaba por mis calificaciones. El amor me explicaba el casco dorado en un partido de hockey. El amor me enseñaba sus frases, sus recetas, sus costumbres. El amor me miraba desde la batería cuando yo cantaba en el micrófono. El amor se fue sin despedirse. Porque no me quería decir “adiós”.

Y así mis pies se quedaron dejando un único par de huellas en la nieve. Veía caer los copos como plumas ligeras sobre mi nariz. Estaba distraída cuando comencé a deslizarme por el hielo. No tuve más remedio que tratar de mantener el equilibrio. Mis pies se movían hacia adelante por inercia. Unas veces mi cabeza miraba hacia el cielo, claro, con un sol invernal. Ese que brilla, pero no calienta. Junto a mí, el amor jugaba y me ofrecía uno de los dos regalos escondidos en la guantera, aunque al final, me dejaba quedarme con ambos.  Pero otras veces mi cabeza miraba hacia abajo, y en el reflejo del hielo veía mi cara de terror y cansancio. Porque había veces en que el amor me dejaba parada, sola, en medio de la pista, con el bum bum de la canción golpeándome en el fondo de mi cabeza.

Perdí el equilibrio eventualmente, claro. Terminé por resbalar y caerme sobre el hielo durísimo. El golpe avanzó rápidamente por cada vértebra y disco de mi columna vertebral hasta dejar en mi cráneo un sonido aturdidor, agonizante. Me acosté sobre el hielo, extendí mis brazos y mis piernas. Cerré mis ojos y no me moví. Dejé que el frío se encargara de los moretones para que no crecieran tanto y sanaran rápido. Y esperé hasta que las nubes se quitaran y el calor del sol regresara a derretir el hielo que me sostenía. Dejé que la corriente natural me llevara un poco. Confié en que me dejaría en la orilla y así fue. Cuando sentí las piedras de río, abrí los ojos y me senté. Y vi crecer a lado de mí una campanilla de invierno. El símbolo de que, aunque la primavera no ha llegado, puedo dejar de temerle al invierno porque las heladas terminaron por fin.