Ernest Hemingway dijo que no hay
nada que escribir. Todo lo que hay que hacer es sentarse frente a una máquina
de escribir y sangrar. Justo ahora siento mis manos sobre el teclado y cómo
poco a poco me voy derritiendo, rindiendo ante este sentimiento que no quiero
olvidar. Y lo único que tengo que hacer es perder el miedo a sangrar y dejar
sacar esta energía que me vuelve loca desde dentro.
No tengo otra cosa más que
decirte que te deseo con todo mi ser, con cada fibra de mi corazón y cada vello
de mi cuerpo que seas feliz. Que encuentres a esa persona, que te sientes a su
lado, que sangres tu vida y se te escape desde la cabeza hasta los pies pero
que su compañía sea tan única que su energía te baste para desbordarte
nuevamente de vida. Como me pasó a mí.
Hace meses tuve la gran fortuna
de conocer una persona que jamás creí que marcaría mi vida. Nos hicimos amigos
por intereses superfluos pero nos convertimos en más. Recuerdo claramente
compartir su mirada desde el otro lado del salón lleno de gente, fijarla en sus
ojos marrones. Terminando el ensayo caminaríamos solos a través de la nieve
unas tres cuadras a un bar pequeño, oscuro, siempre lleno de gente, inundado en
humo de tabaco, chispeado de buena música y con buena cerveza de trigo con
levadura.
Tengo el olor de su chaqueta de
cuero impregnada hasta los huesos y el sabor de su boca tatuada en mis labios,
en mi piel. Con él nunca cesaban las conversaciones. Íbamos desde cosas
insignificantes hasta hablar de nuestras metas, nuestras familias, nuestras
preocupaciones y nuevamente a inventar historias sin sentido. Un millar de
veces me quedé platicando con él por las noches hasta que el sol nos besara
buenos días. Y supe todas esas veces que no me quería como un cuerpo bonito o
una cara agradable. Sentía en su voz que se deleitaba con mi ser. Tal y como
era, tal y como pensaba, tal y como vivía. Inventamos historias en la oscuridad
de la noche y él escuchaba mi voz y me confiaba sus planes. Como Joaquín Sabina
me contó un día: él tenía algunas fantasías y algunas fantasías tenía yo. Le
cambiaba las suyas por las mías y las hicimos realidad entre los dos.
Lo amaba y confiaba en él como
ninguna mujer ha confiado nunca en un hombre. Podía estar desnuda parada bajo
la luz, frente a él y sin ningún obstáculo entre nosotros con la certeza de que
no me tomaría. Porque me quería a mí. Me quería con esa definición del amor que
te rompe y te hace añicos los huesos hasta sacarte la más mínima hebra de tu
alma y cubrirla con un velo protegiéndote las entrañas. Con la definición de
esos besos, no los que te tocan los labios, sino los que te secan las lágrimas
y las vuelven aliento. Con la definición de vulnerabilidad total, donde te
sientes suspendida en el aire y el espacio y la infinidad y el ser humano es completamente
inexistente. Con la definición de libertad estando a cientos de miles de
millones de kilómetros sumergido en el cielo sabiendo que inevitablemente vas a
caer pero no te importa lo que venga después porque con las uñas de los dedos
has logrado rascar el exquisito deseo del cielo verdadero y ni si quiera la
muerte más dolorosa podrá decirte que no estás vivo.
Lo amaba y confiaba en él por su
vitalidad. Porque era recio. Porque cada segundo que viví a su lado estaba en
el límite entre la seguridad y el riesgo y eso me hacía sentir viva. Porque él
estaba loco por vivirme y yo loca por vivirlo. Juntos éramos una bomba de
tiempo, una mecha corta encontrando un poquito más de cordón en el último
segundo. Corriendo, mirando un horizonte nuevo cada atardecer y un sol nuevo
cada mañana. Teníamos el poder de absorber los miedos uno del otro poniéndonos
en peligro mutuamente y no nos importó hasta que empezamos a matarnos. Éramos
un campo de fuerza, nos convertimos en una bola de nieve, uno sobre el otro,
creciendo juntos y al mismo tiempo yéndonos en picada sin control, cayendo
profundo. Teníamos muchas ganas, mucha vida, mucho amor. Tanto que nos
estábamos consumiendo y terminamos por desplomarnos en la tierra, chocar contra
las piedras, caer en seco sobre las hojas endurecidas.
La vida no hace las historias de
amor. Uno sangra su propia historia. Él fue mío pero no para poseerlo. Yo fui
suya, fui una llama azul. Ahora sé que la vida es hermosa. Él es hermoso. Y me
hizo sentir hermosa.