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miércoles, 23 de abril de 2014

Maruchan

Este es tu martes especial. El primer martes en semanas que no tienes esa tediosa junta en equipo para hacer el proyecto final de la materia. Este martes por fin puedes regresar a casa temprano y ver todos los episodios que te faltan de la serie. Y para celebrar, has hecho una parada estratégica para comprar deditos de pescado y papas a la francesa para llevar. No es tu comida favorita, pero los precios del restaurante de la calle son bastante económicos y este platillo es definitivamente mejor que cenar sopa Maruchan por veinteavo día consecutivo. Sacas tu tarjeta feria (esa mugre que se inventaron los del Consejo Estatal del Transporte y Vialidad disque para agilizar el sistema y lo único que causa son más problemas), la deslizas por la máquina y pasas al andén de la línea dos del metro. Son las ocho de la noche y no queda mucha gente, pero alcanzas a distinguir la bolita de fufurufos de FIME que se creen mucho nada más porque se avientan maldiciones en alemán y creen que nadie les entiende. La verdad tú tampoco les entiendes pero la intención es evidente.
Pasaron diez largos minutos hasta que llegó el metro. Te introduces en el vagón mirando a nadie y tomas el dulce asiento de la victoria sabiendo que en tres estaciones llegarás a Santiago Tapia y, de ahí, solo caminarás cuatro cuadas a casa. Casi en casa. Donde prenderás tu laptop, cargarás el episodio y cenarás comida de verdad. En una mano: esas deliciosas papas a la francesa bañadas en cátsup Heinz, en la otra: un suculento dedito de pescado capeado cuidadosamente en aceite barato y sopeado en una cremosa salsa tártara con una intensa peste a mezcla de quesos caducos. Momento. A eso no huele tu salsa tártara.
Abres los ojos y a tu izquierda inmediata está sentado un hombre con traje militar manchado y desgarrado de los extremos. Tiene los pelos sebosos de la cabeza entre negros y canosos, hechos nudo y un gato café flacucho en su regazo.
- Eso es para mí, ¿verdad? – te pregunta señalando tu bolsa de comida con su dedo. Puedes jurar que viste una lombricita moviéndose debajo de media uña que le quedaba en la punta de su índice. Le miras la cara de nuevo y ahora él te pinta una sonrisa con sus dientes amarillos entre sus labios resecos y un gran agujero donde le faltan los dos incisivos centrales superiores.
-No. – le contestas temeroso a un volumen mínimo.
Alcanzas a ver con el rabillo del ojo, cómo la cara del vagabundo va cambiando de emociones hasta llegar a una tristeza que comparte acariciando el lomo medio pelón del gato.
- ¿Sabes cómo se llama mi gatita peshosha? – te pregunta él, cambiando de tema.
- No… -
- “La Maga” – te dice con aires misteriosos (y apestosos).
- Chido. – le contestas apretando tu bolsa con comida.
- ¿Sabes por qué se llama “La Maga”? – no alcanzaste ni a formular un sonido con tu boca cuando él solo se contestó la pregunta – ¡Porque hace trucos de magia! ¿Quieres ver? Mira-mira-mira-mira…
Colocó la gata en el piso del vagón y ésta, sentada, comenzó a convulsionar de una manera espantosa haciendo sonidos de ahogo hasta que escupió una babosa bola de pelos mientras el vagabundo seguía gritando “¡MIRA-MIRA-MIRA-MIRA-MIRA…!” y entonces, la gata se para, da una vuelta alrededor de la bola de pelos y se sienta sobre ella, escondiéndola sutilmente bajo su trasero.
- ¡TA-RÁ! ¡DESAPARECIÓ! ¡MAGIA! – grita el vagabundo mientras tú te recorres un poco más lejos en el asiento. - ¡¿VISTE?!
- Sí, sí, sí ví. – le contestas a media operación de escape.
- Ahora, ¿sabes cómo me llamo yo? – te pregunta el vagabundo. Y nuevamente, antes de que puedas contestar nada, se acerca y te dice en voz bajita con aliento fétido – Magic Juan.
En ese momento se te viene a la mente la película donde sale Channing Tatum bailando provocativamente frente a un público de puras mujeres, presumiendo sus pectorales depilados y moviendo sus caderas poderosas portando apenas unas prendas bastante reveladoras, y te dices a ti mismo “Dios mío, ¿qué he hecho para merecer esto?”. Entonces con los ojos pelones, giras lentamente el cuello hacia tu izquierda para ver la escena donde, un Juan sonriente y asomando la lengua entre los agujeros de sus dientes, toma el borde superior de la chaqueta militar, encuentra el zipper y con un movimiento fugaz, la abre y aletea los extremos con fuerza como si fuera un pájaro en pleno acto de apareamiento.
Por fortuna, Juan traía puesta una camiseta interior algo agujereada. Por desgracia, su acción causó unas potentes ráfagas de pestilencia en todas direcciones. Por primera vez en tu vida has tenido la oportunidad de oler a un ser humano en la cúspide de su fermentación bacteriana cuyo hedor avinagrado ha exprimido exitosamente unas lagrimillas de tus ojos ahora reducidos a un par de rendijas.
- Hace calor. – Declara Juan.
Sin aguantar más, tomas tu bolsa de comida y huyes al extremo más lejano del vagón mientras Juan te sigue de cerca. En el momento en que te sientas, Juan se sienta a lado de ti, estableciendo contacto total con todo tu costado y colocando su brazo cochino sobre tus dos hombros.
- ¿Y tú cómo te llamas?
- No me acuerdo – Le contestas lloriqueando y encorvándote hacia adelante con tu bolsa de comida entre las piernas y el pecho.
- ¿Traes un churro?
- ¿Qué?
- Un churro – dice Juan en voz bajita, succionando aire por la boca entre sus dedos. – Viejo, ¡a mí me pasa todo el tiempo! Cuando andas acá… tú sabes… que se te cierran ojos y los aprietas juerte y entonces te vas pa’ atrás y pa’ atrás y pa’ abajo y empiezas a dar un chorro de vueltas pero pa’ atrás y entonces aijuesumechapeloni se te va todo el flow flow y ya no te acuerdas ni quién eres ni ón’ tas ni nada de nada. – terminó asintiendo con la cabeza, mirándote a los ojos.
En un santiamén, el metro hace parada en Anáhuac donde se suben dos policías fuera de turno al vagón y antes de que pensaras que era tu oportunidad para salir corriendo, las puertas se cierran y comienza a andar nuevamente. En lo único que piensas es que tienes que ser fuerte: dos paradas más para llegar a Santiago Tapia y estarás casi en casa.
Te paras de volada y tomas asiento en el centro del vagón, justo frente a la puerta y la gata sentada frente a ti, pelando los ojos hacia tu bolsa con comida. Y ahí viene el vagabundo otra vez.
- Mira viejo, no te preocupes si no te acuerdas de nada: te voy a dar chance de dormirte en mi vagón si me das la comida.
- ¡Ya! ¡No te voy a dar nada! – gritas cediendo a la desesperación.
- Joven, es tiempo de Pascua, de dar a los que más lo necesitan. Regálele su comida y verá que nuestro Señor Jesucristo Todopoderoso se lo recompensará con muchas gracias y bendiciones para usted y su familia. – Levantas la vista y, frente a ti, hay un señor delgado portando ropa oscura que resalta la palidez de su rostro y la parte superior de su cabeza calva. Lo último que necesitabas era que este “buen samaritano” desconocido y metiche regalara comida ajena que, además, es tu cena especial, para tu martes especial.
- Mira viejo, también te doy un churro. – te dijo Juan en secreto, poniéndote un papelito con hierba enrollado sobre tu bolsa de comida.
- ¿Qué es esto? No. ¡TEN! – te precipitaste a pararte aventando la bolsa a un lado y sosteniendo el porro con las puntas de los dedos tocando al mismo tiempo el pecho mojado y maloliente de Juan. En ese momento, todos voltean a verte: el buen samaritano, el par de policías, hasta una vieja gorda con pantalones de estampado de leopardo naranja fosforescente y un pájaro disecado como adorno en la cabeza.
El olor de Juan es tan intenso, que estás a punto del desmayo. Todo pasó muy rápido: los policías se pararon y te tomaron de las muñecas, por la espalda, estrujando tu cara contra los asientos. Juan balbuceaba tontería y media ininteligible. La gata arañando la bolsa de comida. El “buen samaritano” acusándote de mal cristiano y drogadicto sin remedio: “perdónalo, Dios mío, porque no sabe lo que hace” y empezó a rezar por que tu alma no fuera masticada eternamente entre las fauces de lucifer en el fuego eterno del infierno. La señora gorda tomando video con su celular gritando “¡Policías abusadores! ¡No más poder al poder!”. Momento. La gata tiene tu comida.
Te avientas hacia atrás tirando a uno de los policías sobre Juan. La gata brinca sobre la cabeza de la señora gorda derribando al suelo, lo que parece ser, una peluca con un pájaro encima. La señora pelona entonces empieza a brincar agarrándose la cabeza y gritando por todo el vagón en un decibel con riesgo de sordera. Estás a un pelo de recuperar tu comida cuando alguien te jala de la camiseta. El “buen samaritano” te pega en el pecho con su palma abierta exclamando “¡demonio, yo te expulso de este templo de Dios!”. Y en el momento perfecto, se abren las puertas del metro en la parada de San Nicolás donde tú lo expulsas a él del vagón.
Cuando volteas nuevamente, la bolsa ha desaparecido del piso. En su lugar, está uno de los policías aplicándole una llave a la señora gorda para que se calme de una buena vez. A lo lejos ves la espalda del vagabundo en su ropa militar, voltea la cabeza lentamente, te mira, sonríe y chupa pervertidamente uno de sus asquerosos dedos sazonados en salsa tártara. Tu salsa tártara.
- ¡NOOOOOO! – Tu cara está roja de furia, te palpita la sien, el sudor se evapora de tu frente, te rechinan los dientes y te encajas las uñas en las palmas de tus manos empuñadas. En ese instante ves a la gata frente a ti, la pateas con fuerza, igualito que Oliver metiendo gol en la final, haciéndola rebotar contra el techo del vagón. En eso, una bola demoledora te cae del cielo y te azota al piso.
- Nooo… mis deditos… - lloras mientras el policía sobre tu espalda te esposa las manos.
La señora gorda ya tranquilizada, se acomoda nerviosamente la peluca, ignorando que tal escena hubiese sucedido. Y el policía que antes la sujetaba, ahora agarró al vagabundo quitándole la comida de las manos y esposándolo también. Quién diría que los policías regios pudieran ser tan eficientes. En fin, una vez habiendo un poco de orden y sabiendo que tu cena había sido recuperada de las cochinas manos de Juan, obedeciste las órdenes de los policías como el presunto culpable que eres. No hubo más que esperar unos minutos hasta que el metro arribara finalmente a Santiago Tapia.
En el momento en que se abrieron las puertas, salió la señora gorda disparada, seguida de ti y el policía sujetando firmemente tus muñecas. Escuchaste que el metro avanzó y volteaste hacia atrás. Sólo estaba el segundo policía con unas esposas en una mano y tu bolsa de comida en la otra.
- ¿Y Juan? – preguntaste desconcertado y enojado.
- Tiene derecho a guardar silencio, todo lo que diga podrá y será usado en su contra.
- ¡ESTO NO ES UNA MALDITA PELÍCULA GRINGA! – gritaste otra vez, ahora embistiendo al policía. Por pura suerte, él no cayó rodando por las escaleras. Los que sí rodaron fueron tus deditos de pescado, lenta y cuidadosamente botando de uno en uno hacia abajo, dejando rastros de su fino revestimiento capeado sobre el regio cemento caliente. Mientras, tú, desplomado en el suelo, te despides en primera fila de la comida que tanto anhelabas, cuando inesperadamente aparece “La Maga” (sin duda, los gatos tienen siete vidas) saltando, desde quién sabe dónde, a saborear tu legítima cena. Mastica frente a ti los deditos de pescado con sus colmillitos malévolos y se lame pecadoramente los bigotes antes de perderse en la oscuridad de la noche.
Tu martes especial… al menos no cenaste sopa Maruchan por veinteavo día consecutivo.