Pasaron diez largos minutos hasta que llegó el metro. Te introduces en
el vagón mirando a nadie y tomas el dulce asiento de la victoria sabiendo que
en tres estaciones llegarás a Santiago Tapia y, de ahí, solo caminarás cuatro
cuadas a casa. Casi en casa. Donde prenderás tu laptop, cargarás el episodio y
cenarás comida de verdad. En una mano: esas deliciosas papas a la francesa bañadas
en cátsup Heinz, en la otra: un suculento dedito de pescado capeado
cuidadosamente en aceite barato y sopeado en una cremosa salsa tártara con una
intensa peste a mezcla de quesos caducos. Momento. A eso no huele tu salsa
tártara.
Abres los ojos y a tu izquierda inmediata está sentado un hombre con
traje militar manchado y desgarrado de los extremos. Tiene los pelos sebosos de
la cabeza entre negros y canosos, hechos nudo y un gato café flacucho en su
regazo.
- Eso es para mí, ¿verdad? – te pregunta señalando tu bolsa de comida
con su dedo. Puedes jurar que viste una lombricita moviéndose debajo de media
uña que le quedaba en la punta de su índice. Le miras la cara de nuevo y ahora
él te pinta una sonrisa con sus dientes amarillos entre sus labios resecos y un
gran agujero donde le faltan los dos incisivos centrales superiores.
-No. – le contestas temeroso a un volumen mínimo.
Alcanzas a ver con el rabillo del ojo, cómo la cara del vagabundo va
cambiando de emociones hasta llegar a una tristeza que comparte acariciando el
lomo medio pelón del gato.
- ¿Sabes cómo se llama mi gatita peshosha? – te pregunta él, cambiando
de tema.
- No… -
- “La Maga” – te dice con aires misteriosos (y apestosos).
- Chido. – le contestas apretando tu bolsa con comida.
- ¿Sabes por qué se llama “La Maga”? – no alcanzaste ni a formular un
sonido con tu boca cuando él solo se contestó la pregunta – ¡Porque hace trucos
de magia! ¿Quieres ver? Mira-mira-mira-mira…
Colocó la gata en el piso del vagón y ésta, sentada, comenzó a
convulsionar de una manera espantosa haciendo sonidos de ahogo hasta que
escupió una babosa bola de pelos mientras el vagabundo seguía gritando “¡MIRA-MIRA-MIRA-MIRA-MIRA…!”
y entonces, la gata se para, da una vuelta alrededor de la bola de pelos y se
sienta sobre ella, escondiéndola sutilmente bajo su trasero.
- ¡TA-RÁ! ¡DESAPARECIÓ! ¡MAGIA! – grita el vagabundo mientras tú te
recorres un poco más lejos en el asiento. - ¡¿VISTE?!
- Sí, sí, sí ví. – le contestas a media operación de escape.
- Ahora, ¿sabes cómo me llamo yo? – te pregunta el vagabundo. Y
nuevamente, antes de que puedas contestar nada, se acerca y te dice en voz
bajita con aliento fétido – Magic Juan.
En ese momento se te viene a la mente la película donde sale Channing
Tatum bailando provocativamente frente a un público de puras mujeres, presumiendo
sus pectorales depilados y moviendo sus caderas poderosas portando apenas unas prendas
bastante reveladoras, y te dices a ti mismo “Dios mío, ¿qué he hecho para
merecer esto?”. Entonces con los ojos pelones, giras lentamente el cuello hacia
tu izquierda para ver la escena donde, un Juan sonriente y asomando la lengua
entre los agujeros de sus dientes, toma el borde superior de la chaqueta
militar, encuentra el zipper y con un movimiento fugaz, la abre y aletea los
extremos con fuerza como si fuera un pájaro en pleno acto de apareamiento.
Por fortuna, Juan traía puesta una camiseta interior algo agujereada.
Por desgracia, su acción causó unas potentes ráfagas de pestilencia en todas
direcciones. Por primera vez en tu vida has tenido la oportunidad de oler a un
ser humano en la cúspide de su fermentación bacteriana cuyo hedor avinagrado ha
exprimido exitosamente unas lagrimillas de tus ojos ahora reducidos a un par de
rendijas.
- Hace calor. – Declara Juan.
Sin aguantar más, tomas tu bolsa de comida y huyes al extremo más
lejano del vagón mientras Juan te sigue de cerca. En el momento en que te sientas,
Juan se sienta a lado de ti, estableciendo contacto total con todo tu costado y
colocando su brazo cochino sobre tus dos hombros.
- ¿Y tú cómo te llamas?
- No me acuerdo – Le contestas lloriqueando y encorvándote hacia
adelante con tu bolsa de comida entre las piernas y el pecho.
- ¿Traes un churro?
- ¿Qué?
- Un churro – dice Juan en voz bajita, succionando aire por la boca
entre sus dedos. – Viejo, ¡a mí me pasa todo el tiempo! Cuando andas acá… tú
sabes… que se te cierran ojos y los aprietas juerte y entonces te vas pa’ atrás
y pa’ atrás y pa’ abajo y empiezas a dar un chorro de vueltas pero pa’ atrás y
entonces aijuesumechapeloni se te va todo el flow flow y ya no te acuerdas ni
quién eres ni ón’ tas ni nada de nada. – terminó asintiendo con la cabeza,
mirándote a los ojos.
En un santiamén, el metro hace parada en Anáhuac donde se suben dos
policías fuera de turno al vagón y antes de que pensaras que era tu oportunidad
para salir corriendo, las puertas se cierran y comienza a andar nuevamente. En
lo único que piensas es que tienes que ser fuerte: dos paradas más para llegar
a Santiago Tapia y estarás casi en casa.
Te paras de volada y tomas asiento en el centro del vagón, justo frente
a la puerta y la gata sentada frente a ti, pelando los ojos hacia tu bolsa con
comida. Y ahí viene el vagabundo otra vez.
- Mira viejo, no te preocupes si no te acuerdas de nada: te voy a dar
chance de dormirte en mi vagón si me das la comida.
- ¡Ya! ¡No te voy a dar nada! – gritas cediendo a la desesperación.
- Joven, es tiempo de Pascua, de dar a los que más lo necesitan.
Regálele su comida y verá que nuestro Señor Jesucristo Todopoderoso se lo
recompensará con muchas gracias y bendiciones para usted y su familia. –
Levantas la vista y, frente a ti, hay un señor delgado portando ropa oscura que
resalta la palidez de su rostro y la parte superior de su cabeza calva. Lo último
que necesitabas era que este “buen samaritano” desconocido y metiche regalara
comida ajena que, además, es tu cena especial, para tu martes especial.
- Mira viejo, también te doy un churro. – te dijo Juan en secreto,
poniéndote un papelito con hierba enrollado sobre tu bolsa de comida.
- ¿Qué es esto? No. ¡TEN! – te precipitaste a pararte aventando la bolsa
a un lado y sosteniendo el porro con las puntas de los dedos tocando al mismo
tiempo el pecho mojado y maloliente de Juan. En ese momento, todos voltean a
verte: el buen samaritano, el par de policías, hasta una vieja gorda con
pantalones de estampado de leopardo naranja fosforescente y un pájaro disecado
como adorno en la cabeza.
El olor de Juan es tan intenso, que estás a punto del desmayo. Todo
pasó muy rápido: los policías se pararon y te tomaron de las muñecas, por la
espalda, estrujando tu cara contra los asientos. Juan balbuceaba tontería y
media ininteligible. La gata arañando la bolsa de comida. El “buen samaritano” acusándote
de mal cristiano y drogadicto sin remedio: “perdónalo, Dios mío, porque no sabe
lo que hace” y empezó a rezar por que tu alma no fuera masticada eternamente
entre las fauces de lucifer en el fuego eterno del infierno. La señora gorda
tomando video con su celular gritando “¡Policías abusadores! ¡No más poder al
poder!”. Momento. La gata tiene tu comida.
Te avientas hacia atrás tirando a uno de los policías sobre Juan. La
gata brinca sobre la cabeza de la señora gorda derribando al suelo, lo que
parece ser, una peluca con un pájaro encima. La señora pelona entonces empieza
a brincar agarrándose la cabeza y gritando por todo el vagón en un decibel con
riesgo de sordera. Estás a un pelo de recuperar tu comida cuando alguien te
jala de la camiseta. El “buen samaritano” te pega en el pecho con su palma
abierta exclamando “¡demonio, yo te expulso de este templo de Dios!”. Y en el
momento perfecto, se abren las puertas del metro en la parada de San Nicolás
donde tú lo expulsas a él del vagón.
Cuando volteas nuevamente, la bolsa ha desaparecido del piso. En su
lugar, está uno de los policías aplicándole una llave a la señora gorda para
que se calme de una buena vez. A lo lejos ves la espalda del vagabundo en su
ropa militar, voltea la cabeza lentamente, te mira, sonríe y chupa
pervertidamente uno de sus asquerosos dedos sazonados en salsa tártara. Tu
salsa tártara.
- ¡NOOOOOO! – Tu cara está roja de furia, te palpita la sien, el sudor
se evapora de tu frente, te rechinan los dientes y te encajas las uñas en las palmas
de tus manos empuñadas. En ese instante ves a la gata frente a ti, la pateas
con fuerza, igualito que Oliver metiendo gol en la final, haciéndola rebotar
contra el techo del vagón. En eso, una bola demoledora te cae del cielo y te azota
al piso.
- Nooo… mis deditos… - lloras mientras el policía sobre tu espalda te
esposa las manos.
La señora gorda ya tranquilizada, se acomoda nerviosamente la peluca,
ignorando que tal escena hubiese sucedido. Y el policía que antes la sujetaba,
ahora agarró al vagabundo quitándole la comida de las manos y esposándolo
también. Quién diría que los policías regios pudieran ser tan eficientes. En
fin, una vez habiendo un poco de orden y sabiendo que tu cena había sido
recuperada de las cochinas manos de Juan, obedeciste las órdenes de los
policías como el presunto culpable que eres. No hubo más que esperar unos
minutos hasta que el metro arribara finalmente a Santiago Tapia.
En el momento en que se abrieron las puertas, salió la señora gorda
disparada, seguida de ti y el policía sujetando firmemente tus muñecas.
Escuchaste que el metro avanzó y volteaste hacia atrás. Sólo estaba el segundo
policía con unas esposas en una mano y tu bolsa de comida en la otra.
- ¿Y Juan? – preguntaste desconcertado y enojado.
- Tiene derecho a guardar silencio, todo lo que diga podrá y será usado
en su contra.
- ¡ESTO NO ES UNA MALDITA PELÍCULA GRINGA! – gritaste otra vez, ahora
embistiendo al policía. Por pura suerte, él no cayó rodando por las escaleras.
Los que sí rodaron fueron tus deditos de pescado, lenta y cuidadosamente botando
de uno en uno hacia abajo, dejando rastros de su fino revestimiento capeado
sobre el regio cemento caliente. Mientras, tú, desplomado en el suelo, te
despides en primera fila de la comida que tanto anhelabas, cuando
inesperadamente aparece “La Maga” (sin duda, los gatos tienen siete vidas) saltando,
desde quién sabe dónde, a saborear tu legítima cena. Mastica frente a ti los
deditos de pescado con sus colmillitos malévolos y se lame pecadoramente los
bigotes antes de perderse en la oscuridad de la noche.
Tu martes especial… al menos no cenaste sopa
Maruchan por veinteavo día consecutivo.