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domingo, 20 de octubre de 2013

Colección de colillas

Este pueblo se está comiendo mis ganas poco a poco. Y con el aburrimiento he aprendido a treparme por la silla y el escritorio para sentarme en la ventana donde me esperan una cajetilla de Marlboro rojos y un encendedor barato. Afuera de mi ventana no se ve nada, mas que el verde de los árboles, el pasto con florecillas blancas y violetas y el canto interminable de pajaritos en primavera. Me gusta fumar en el atardecer fresco porque es cuando se ve el rojo ardiente de mi cigarro y su humo baila blanco en el aire frente a mí. Cada respiro ahogado me transporta a aquellos días invernales en Schwenningen cuando íbamos él y yo bajo la influencia del vicio de nuestros cuerpos jóvenes al bar repleto siempre de tabaco. Entresemana cuando la muchedumbre era poca y la música de las bocinas era buena, pedíamos una Hefeweizen y empezábamos conversaciones triviales sobre la universidad y los maestros cosa que con cada sorbo y cada nuevo vaso se convertía en una historia ficticia sobre perros parlantes y animales mitológicos para concluir con una plática más profunda sobre nuestro querer y nuestras familias. Podíamos tomar hasta seis cervezas seguidas cada noche. Y cuando nuestras billeteras con polillas nos pedían piedad, salíamos del lugar a la calle helada y sumergíamos las botas en treinta centímetros de nieve. Íbamos siempre a mi depa porque quedaba más cerca y en mi cuarto tomábamos más cervezas que sacaba únicamente en buena compañía. Tumbados en mi cama seguíamos platicando y luego nos quedábamos dormidos juntos. Y así, abrazados una noche, era suficiente para engañar nuestras mentes y envolvernos en ese sentimiento falso de cariño pasajero para evitar caer en la depresión de nuestras vidas solitarias. Antes no fumaba. Pero ahora mato el sentimiento asfixiando los buenos recuerdos en la tapita con cenizas que tengo fuera mi ventana. Y aunque el sabor del humo no entra más en mi boca, el aroma del cigarro se ha quedado impregnado en la piel entre mis dedos, ese espacio recóndito que guarda lo más íntimo de mis secretos.

sábado, 19 de octubre de 2013

Tener el valor para decirte de frente que no quiero verte más es mi más sincero deseo

El frío se cuela entre las sábanas y no puedo evitar amanecer a mis mañanas solitarias como en los otros días que pensé que no viviría más. Y así me introduzco al día sin haber olvidado las decepciones personales de la tarde anterior que con muchas esperanzas quise dejar en el pasado con la inmediatez con que sucedieron en ese entonces.

Una persona me dijo una vez que mis sentimientos son como una bolita de cristal en mis manos. Que debía mantener ese bolita suavemente en mis manos sin prestarla a nadie. Que debía estar bajo mi completo control y disposición. Pero día a día me doy cuenta que mi condición no ejerce la presión necesaria sobre mi persona para regularlo como me gustaría. Que mi conciencia racional por más que sepa que debe cambiar de humor, los motivos son inexistentes para ayudarme. Que el simple encuentro con una persona indeseada puede sacarme de quicio. Que la sorpresa de encontrar a alguien cuya compañía es un sentimiento de complacencia mutua me puede alegrar hasta en mis peores pensamientos. 

Mis humores cambian de parecer como el clima de mi ciudad natal. Constante, inesperado excesivo, molesto, incontrolable, extremista. Puedo ponerme encima mi Jack Wolfskin pero la barrera no será suficiente para contener la gélida, seca y consciente sensación de esa luz blanca a la distancia que se percibe entrecerrando los ojos y a través de los dedos. Esa que con cada milésima de segundo que pasa crece y no se aguanta.  Es la razón para no aguantarlo todo ni nada, para encontrar excusas, para aislarse voluntariamente. Y los motivos faltan. No, los motivos son aún inexistentes. Me senté en mi cama y miré mis manos vacías fijamente. Sin nada que ofrecer, sin nada que esconder. Necesitaba con tanta desesperación tener a alguien en quien confiar. Con agonizante desesperación. Pero ningún nombre ni ningún rostro podía saltar a mi conciencia. 

Una manera incandescente de sentirse sola, como cuando sientes cada uno de los nacimientos de los cabellos en tu cráneo esperando ser arrancados con movimiento sencillo y fugaz. Igual que cuando me di cuenta que estaba viviendo una mentira y nadie tenía la decencia para decírmelo de frente. Que aún ahora las bocas se mantienen bien cerradas pero los ojos hablan tan claro que es imposible ignorar lo que ven. Creen que sus opiniones están guardadas muy dentro de sí cuando hasta la flexión de su dedo meñique refleja con gran determinación el significado de su movimiento. Y todos estos mínimos detalles giran, circulan constantemente sin solución en mi cabeza. Pero los panecillos terminaron de hornearse hace media hora. Si tan sólo tuviera azúcar glas para espolvorear la máscara de la sutil indecencia antes de dar un bocado que todos sabemos que no me pertenece.