Llegar a un lugar nuevo es una redención. Y una pérdida de
identidad.
¿Qué hay en un nombre?
Nunca había tenido tanto miedo de escribir como ahora.
Cuando era más joven, hace unos diez o quince años, solía esconder todo en
cuentos y los publicaba sin importarme nada. Pero poco a poco comencé a
escribir cosas más reales, que me dolían o me hacían sentir bonito. Pero ¿quiénes
son los demás para saber mi vida? ¿Qué les incumbe a ellos algo que me
pertenece? Quiero escribir para entretenerlos, para enseñarles, para hacerles
sentir. Ahora siento que me leen para saber quién soy y qué hago. ¿Y a ellos
qué les importa? ¿Y ellos cuándo han venido a contarme sus vidas? Y yo aquí
deshaciéndome por tratar de encontrar palabras impecables que describan
fielmente los sentimientos que quiero transmitir. Y ellos allá, escondiendo lo
que es suyo y criticándome a lo lejos. Hablando cosas, diciendo cosas,
imaginándose cosas. Empezando rumores, haciendo suposiciones, especulando y declarando
mentiras.
¿Quiénes son ellos para hacerse con mi nombre lo que les
venga en gana? No tienen idea, nunca tendrán idea del esfuerzo que realicé para
construir mi buena reputación y ganarme el respeto de aquellos cercanos a mí.
De las veces que me volteaban a ver porque era alguien a quien querían
escuchar, no alguien a quien querían ver. Pero así son aquí. En este pueblo
bicicletero. Faltos de distracciones, donde sus prioridades radican en saber
qué está haciendo el vecino de al lado. Y el de enfrente, y el del otro lado, y
el de atrás, y el vecino del vecino del otro lado de la “ciudad”.
¿Y a ellos qué les importa? ¿Qué hay en un nombre? ¿Qué hay
en mi nombre? Ellos nunca lo van a saber porque nunca van a tener los huevos
para pararse frente a mí, para conocerme. Van a hacerse de sus rumores y
especulaciones siempre. Pero déjalos que hablen. Porque hoy los dejas que
hablen y mañana los dejas.