Cuando era más
joven y tenía unos quince años de edad, tomé un curso de artes marciales para
la defensa personal con un profesor sueco durante un semestre. No era la mejor
estudiante, pero tampoco era mala y disfruté cada movimiento que aprendí. El
siguiente semestre decidí no inscribirla de nuevo principalmente por dos
razones. La primera: era la única mujer con deseos de retomar la clase, y a esa
edad donde la inseguridad, la inocencia, el miedo y los rumores alrededor son
importantes factores de decisión, la balanza no estaba a mi favor. La segunda:
mis padres reprobaban mi práctica ya que la consideraban violenta cuando una
señorita como yo, debería de estar ocupando su tiempo en actividades que
forjaran gracia y delicadeza. Es de conocimiento universal que, aunque los derechos de las mujeres están mucho más restringidos en Arabia Saudita y otros países, el volumen de mi voz aquí también es bastante bajo. Y, afortunada o desgraciadamente, desde pequeña he
aprendido las reglas para el juego seguro, razón por la cual mi historial
permanece hasta la fecha casi limpio. Bajo estas circunstancias, desistí en
silencio y abandoné la idea por completo, mirando de cuando en cuando las
prácticas al aire libre de quienes continuaron aprendiendo.
El año
pasado, cuando viví en Schwenningen, me topé con un cartelón en la estación del
tren, que anunciaba cursos de aquella arte que poco aprendí hace años. Era un
reflejo natural pasar por la estación y mirar a mi derecha la fotografía de la
mujer lanzando un golpe con su puño derecho. Una explosión de recuerdos y una
transportación momentánea a mi adolescencia.
Hoy, como
todos los miércoles de este año, voy a ver las películas de cinética después de
terminada la clase de dinámica de procesos y control. Pensé que tocaba otra
película china con efectos especiales exagerados donde las personas salen
volando después de ser pateados por el protagonista. Y así lo fue. Con la sola
adición de que se basa en una historia real. De cómo la familia Gong junta
varios estilos de Kung Fu y desarrolla la técnica de las 64 manos. Misma que
fue perdida en la última descendiente, quien, al mismo tiempo que decidió tomar
venganza por la muerte de su padre, obligatoriamente se rindió a votos de no
casarse ni enseñar jamás. El maestro que la conoció, no pudo aprender de ella
las 64 manos del Kung Fu de la familia Gong. Pero, con sus conocimientos, Ip
man, maestro de Bruce Lee, fundó en 1953: el Wing Chun.
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