Quiero sentir el frío y luchar contra él. Demostrarle que no
le temo. Quiero pisarlo con las botas y dejarle mi marca. Descubrir la vida que
esconde bajo las llagas. Quiero tomarlo del suelo y lanzarlo por los aires.
Quiero mirar arriba y verlo caer. Quiero que caiga sobre mí y se derrita en mi
piel. Jamás le escondería una sonrisa, sería imposible. Pero la nieve que
conocí era seca, si me entiendes. Hay de dos tipos: la húmeda y la seca. La
nieve húmeda se junta entre sí, se deja moldear, le gusta jugar y transformarse
en un sinfín de figuras. Pero a la nieve seca le puedes llorar encima o tirarle
un balde de agua. No conseguirás de ella nada. Es una nubecita que se deshace
si intentas tocarla, como si fuera un pecado incluso mirarla. Un secreto que no
se debe alterar.
Por eso aprendí a caminar por la acera, a lado de la nieve y
junto al río congelado. Sólo los patos se atreven a nadar, poniendo en juego la
circulación de sus patas. Siempre caminé lento. Sabía que no podía quedarme
pero trataba de guardarte en mi memoria. Tú estabas a un lado y al otro no
había nada. Escondía cada parte de mi cuerpo entre mi ropa y te decía de la
tortura que era vivir con el frío y el poco gusto que le tengo. Pero bien
dijiste tú “no tendrías frío si estuvieras abrazando a alguien”.
Extraño las nueces y el vino, ¿me entiendes?