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miércoles, 25 de noviembre de 2015

Al invierno

Yo lo conocí diferente. Inestable, queriendo propagarse y siendo azotado por una ráfaga caliente. Aquí las hojas no saben cuándo caer, los bichos no saben cuándo morir, las ardillas no saben si juntan comida ahora o mañana. El cielo mirando todo, le importa poco lo que pase. Las nubes se pasean de una en una visitando diferentes lugares. Nunca se ponen de acuerdo, nunca se juntan ni nos dan la bienvenida. Pasan y se van. Las hojas se quedan, vacilantes medio secas, medio  verdes. ¿Cuál es el tiempo del mundo? No puedo verlo ni puedo sentirlo. Si las hojas no saben, ¿cómo voy a saber yo? ¿Cómo voy a saber yo de esas cosas naturales que aún intentan explicar todos? ¿Cuándo llegarán a la misma conclusión?
Quiero sentir el frío y luchar contra él. Demostrarle que no le temo. Quiero pisarlo con las botas y dejarle mi marca. Descubrir la vida que esconde bajo las llagas. Quiero tomarlo del suelo y lanzarlo por los aires. Quiero mirar arriba y verlo caer. Quiero que caiga sobre mí y se derrita en mi piel. Jamás le escondería una sonrisa, sería imposible. Pero la nieve que conocí era seca, si me entiendes. Hay de dos tipos: la húmeda y la seca. La nieve húmeda se junta entre sí, se deja moldear, le gusta jugar y transformarse en un sinfín de figuras. Pero a la nieve seca le puedes llorar encima o tirarle un balde de agua. No conseguirás de ella nada. Es una nubecita que se deshace si intentas tocarla, como si fuera un pecado incluso mirarla. Un secreto que no se debe alterar.
Por eso aprendí a caminar por la acera, a lado de la nieve y junto al río congelado. Sólo los patos se atreven a nadar, poniendo en juego la circulación de sus patas. Siempre caminé lento. Sabía que no podía quedarme pero trataba de guardarte en mi memoria. Tú estabas a un lado y al otro no había nada. Escondía cada parte de mi cuerpo entre mi ropa y te decía de la tortura que era vivir con el frío y el poco gusto que le tengo. Pero bien dijiste tú “no tendrías frío si estuvieras abrazando a alguien”.

Extraño las nueces y el vino, ¿me entiendes?

domingo, 6 de septiembre de 2015

Tercer tipo

A muchas personas les meten la idea de que para continuar una vida, se debe escoger una pareja durante la etapa del adulto jóven. No me pregunte a mí si esta visión es correcta o totalmente errónea, no estoy aquí para juzgar a nadie. Pero estaba un día disfrutando de un helado en una plaza poco concurrida, la mesita de madera se tambaleaba por culpa del adoquín en el piso mientras que la silla barata me estaba empezando a dar un dolor en la fragilidad de mi espalda. Estaba un poco inclinada hacia adelante y, como todas las personas solas entre la gente, leía y releía el ticket de compra de mi helado. "Cono sencillo... 32 pesos", qué caro. Qué caro resulta salir a comer gente. Había no más que un par de sombrillas y algunos encinos chiquititos, de esos que no le dan sombra ni a las hormigas. El suelo tostado, plano y solitario. A veces pasaban las personas, siempre de un lado a otro, buscando refugio de los cántaros de luz. No había viento suficiente para tirarme las servilletas de la mesita chueca, que por cierto, tuve que agarrar una antes de que el helado se me escurriera por las manos hasta el pantalón.
Estaba mirando y mirando en el aburrimiento. Y pensando, "hace tanto, tanto tiempo que no escribo para mí, ni para nadie". Pero es que cuando creces, cambias. Y cuando cambias es por que te has dado cuenta de cosas. Y cuando te das cuenta de cosas, ya no puedes escribir de todo porque las mentiras se vuelven difíciles de relatar, de leer y de creer. Por eso tuve que salirme con la excusa de ver y escribir. No hay manera más genuina de plasmar un cuento que escribiendo una realidad. Perdone mi cobardía al no escribir una historia propia. Tal vez con el tiempo y la costumbre, logre escribirle de mí misma. Pero, por lo pronto, tendré que basarme en las vidas ajenas, por propósito de subsistencia. De alimentar el alma y de mantener este abatido espíritu, vivo.
Pero sin echarle tanta crema a los tacos, tanta catsup a las papas, tanta salsa a los huevitos rancheros, le contaré.
Le contaré que hay dos tipos de personas. Una que se desvive buscando a la persona que lo complete y así, finalmente encontrar a su media naranja. Y la segunda que siempre estuvo completa que busca un compañero, para ambos caminar por el mismo sendero el resto de sus vidas. Y luego está el tercer tipo de persona. El que nadie toma en cuenta, el que todos olvidan, el que creen que es mentira, que no existe. El tipo de persona que es completa, que, Dios no lo quiera, se encuentra a una persona que la divida en dos y luego la parta en pedacitos, se vuelva polvo estelar y que nunca más en la vida sabrá en cuál planeta del universo se encuentra parada. Esa inconsistencia mental que da lugar a la expectativa de los sueños compartidos, la pérdida del egoísmo y la cesión de la identidad individual por obligación. Una especie de reinicio íntegro. Algo así como una historia de terror.

miércoles, 3 de junio de 2015

Sustitución (tautograma)

Si supieras, supongo, sería sarmentoso. Sólo sus siluetas se sumergen sin sombras, seduciendo singularmente sobre su santuario. Secuestros siniestros, sustos súbitos, seguidores sediciosos. Su sonreír suscitó suspiros secuenciales, sustrayendo suelos, sumando sueños. Soltando sospechas. Subiendo, sobretodo, señuelos. Su satisfacción se siente. Su sarcasmo, sonoro. Sufrimiento seleccionado.

lunes, 2 de marzo de 2015

Destemplanza

Me dijo que fue a confesarse un par de meses atrás. Se me hizo curioso pues nunca pensé que fuera un hombre de religión. Me había dado a entender, todo el tiempo que lo conocí, que se regía por una fe más personal, más privada entre él y el Dios de las fes más antiguas de la Tierra. Pero esa noche me pidió que lo encontrara en un bar porque quería hablar conmigo y eso fue lo que me dijo. Me dijo “todos los días cuando regreso a mi casa, paso frente a una iglesia. Nunca había entrado pero ese jueves me estacioné sin pensar y me quedé callado, sentado solamente. Mi llave del carro sólo tiene un llavero que me dio mi mejor amigo hace muchos años. Es un souvenir de cuando se fue de viaje. Lo tenía en mi palma derecha. Mi mano estaba muy abierta, creo que me quedé así mucho rato porque mis dedos se me entumieron y después no podía cerrar el puño con fuerza para agarrar las llaves. Me di cuenta de la textura del llavero, estaba muy lisa, se me podía resbalar de las manos. No es como otros llaveros porosos o con líneas, fáciles de sostener, ¿cómo se dice? Ergonómicos. ¿Existen los llaveros ergonómicos? Creo que no, pero éste era especialmente difícil de agarrar…”

Así habló varias cosas que no logré entender entonces. En general él siempre tiene algo interesante que decir. Sobre todo porque repasa las noticias en el periódico todas las mañanas de lunes a viernes. Siempre había dicho que los fines de semana no lee el periódico porque uno debe tener tiempo para sí mismo y separarse de los problemas del mundo. Siempre me llamó la atención que su tiempo de descanso era exclusivo, sin excepción. Eso es lo que yo llamo: respeto por sí mismo.

Honestamente no sabía si preocuparme por la manera en que estaba hablando. Yo sólo estaba esperando a que el barman nos rellenara el vaso de cerveza mientras continuaba escuchándolo: “cuando me bajé del carro me di cuenta que estaba estacionado frente a esa iglesia y me metí. No sé cómo encuentra la gente a Dios en un lugar tan oscuro y frío. O a lo mejor fue que llegué a la hora que no hay casi nadie. Pero del lado derecho vi dos personas sentadas en una banca así que no me sentí como un intruso y me senté yo también pero lejos de ellos, en la banca de mero adelante.” Típico de él, ¿no? Cuando íbamos a las conferencias obligadas de la universidad, le gustaba sentarse hasta adelante. A mí al principio no me gustaba pero luego comprendí por qué lo hacía. Las personas distraen. Las personas siempre estaban jugando en el celular o haciendo garabatos en sus libretas o cualquier otra cosa. Y en lugar de poner atención a la conferencia, terminabas tratando de averiguar el color de las calcetas de la persona de enfrente. Por eso él siempre se sentaba hasta adelante, para poner atención.

“Después de estar un rato sentado, me gustó el frío” me dijo “porque tranquiliza. Aunque la verdad, las estatuas del altar estaban muy mal pintadas y más que santos parecían pequeños demonios. Justo cuando estaba pensando en eso, me asustó el sacerdote. Se había sentado en la banca detrás de la mía. Me di cuenta que las otras  personas ya se habían ido y sólo quedábamos él y yo en la iglesia.” Me dijo que el sacerdote, sin saludar ni nada, le pidió su confesión. “Realmente no iba a eso, pero me salió muy natural. Le dije como si fuera una necesidad sacármelo. Y es que ahora entiendo por qué la gente se va a confesar. Hay ciertas cosas que uno necesita decir en voz alta para no volverse loco o no sentirse mal, deprimirse, enojarse... pero al mismo tiempo, sabes que no puedes decirlo a alguien que conoces porque vas a arruinarlo todo. A veces no puedes confiar ni en tu confidente, ¿sabes?” Le dije que sí, sí sabía aunque, la verdad, no tenía idea. Nunca he estado en una situación así.

“Para serte sincero, tuve que estacionarme porque me dolía la cabeza. Me dolía no por una afección en particular sino porque mi conciencia habla muy fuerte, grita mucho. A veces siento como si estuviera separada de mí y es muy molesto porque mi mente está tranquila pero mi conciencia no. No puedes controlarlo, no puedes mandarle una señal como a los pies cuando quieres que caminen. Y cuando le contesté al sacerdote, no era yo hablando, era mi conciencia. Necesitaba liberarse u olvidarse o encontrar un motivo legítimo para irse. Y yo, como estaba harto, la dejé hablar porque ya no sabía cómo lidiar con ella.”

En ese punto dejé de tomar de mi vaso con cerveza y traté de mirarlo pero el humo adentro del bar estaba muy denso y la iluminación demasiado tenue. Él no me estaba volteando a ver. Sí me estaba hablando a mí pero creo que veía una botella de las que están en la repisa. Probablemente era la del tequila barato con tapón de sombrerito. Típico que es del que los extranjeros siempre piden, pero los locales sabemos mejor.

Quería enfocarlo porque ahora sí ya me estaba preocupando con su habladera de las confesiones y las conciencias. Y eso que sólo llevábamos dos vasos pero el alcohol no debería inquietarme, después de todo es fanático de la cerveza: toma con la filosofía de disfrutar de buena compañía y jamás lo he visto ebrio. Pero no está sonando como él en absoluto. Le dije toda esa porquería que se dicen los adolescentes cuando creen que su amistad durará para toda la vida: eres a todo dar, me caes súper bien, cuentas conmigo, nunca cambies, etc. Soy muy malo para las interacciones interpersonales, pero al menos eso es algo que compartimos él y yo: somos cabezas frías. Creo que se rió un poco porque hizo una pausa, sacudió una vez la cabeza y se tomó de un trago lo que le quedaba en el vaso. Antes de hablar otra vez, recargó un borde del fondo del vaso sobre el portavasos y le dio varias vueltas, paseando el asiento de cerveza que quedaba, bailando en el interior. Luego lo dejó firme sobre la mesa, colocando su palma completa fuertemente sobre la boca del vaso, como si quisiera crear un vacío adentro de él.

“Le confesé que ya no quiero ser amigo de mi mejor amigo.”

Para ese entonces yo ya estaba muy confundido. Y le pregunté impulsivamente si era homosexual. Es que pensé que se refería a que quería ser algo más que su amigo ¿sabes? Yo sé quién es el otro, se conocen desde mucho antes que yo lo conociera a él, son prácticamente inseparables. Son el alma de las fiestas, compañeros del crimen. No tiene sentido que me diga que quiere separarse de su mejor amigo después de tantos años, son como familia ¿no? Creo que el aire se había despejado un poco, porque vi las líneas de expresión en su cara cuando la arrojó para atrás echándose una carcajada.

“No soy gay. Y no quiero ser amigo de mi mejor amigo. No lo quiero volver a ver.” Vi cómo colocó su pulgar y su dedo índice de la mano derecha, uno en cada uno de sus ojos, apoyando el codo sobre la barra. Yo seguía desconcertado. No sabía cómo abordarlo. Mientras, él se tapaba media cara con su mano y observé cómo sus hombros se elevaban repentinamente con un hipo de tristeza. No tuve el valor para preguntarle la razón por la que se sentía así y lo único que se me ocurrió fue pedir una ronda del tequila barato del sombrerito. De repente el bar se volvió más tenue, más bullicioso, más melancólico. Las personas sentadas detrás de nosotros aparecían como sombras negras entre las velas amarillas y lo único colorido eran las botellas de licores desacomodados en las repisas de adelante. Todas las demás cosas estaban sombreadas, los contornos indefinidos y borrosos. Y frente a nosotros: dos vasos vacíos y dos caballitos con elíxir dorado. Yo me tomé el mío en cuanto llegó, pero él paseó su dedo formando círculos alrededor de la pequeña boca del caballito con mucho cuidado de no tocar el líquido contenido dentro. Tuve que sacarlo de su ensimismamiento antes de que se cayera de su banco. Le pregunté si su mejor amigo le había jugado una mala pasada y agitó su cabeza indicando que no. Le pregunté si él mismo le había hecho algo malo a su mejor amigo y nuevamente agitó su cabeza indicando que no.

No sé qué es lo que esperaba él de mí. Yo suelo escucharlo, siempre he admirado la dedicación que le tiene a cada detalle de su vida, las consideraciones hacia la gente que conoce. Pero soy más el tipo de persona que escucha. Sin embargo, en ese momento que me quedé callado, él no habló como era usual. Después le pregunté qué es lo que le había contestado el sacerdote. “Nada.” Me dijo. A esas alturas ya me estaba rindiendo. Me llamó con unas horas de anticipación para pedirme que lo encontrara en un bar porque quería hablar conmigo y cuando estábamos ahí, no estaba mencionando una sola palabra que hiciera sentido. Estaba sentado al lado de un extraño. Estaba sentado al lado de una persona que pensaba que conocía, pero me vine dando cuenta apenas, que lo que yo sabía de él eran todas aquellas cosas que son de dominio público. Sus maneras y costumbres, su rutina y gustos. En ese momento entendí que toda esta velada no me hizo sentido porque realmente no sé quién es. No sé cómo piensa, no conozco sus expectativas, sus deseos, sus miedos, qué le enoja, que le disgusta, qué lo hace feliz. Yo era para él lo que el sombrerito del tapón era para la botella de tequila: intrascendente.

Sentí como si una bola de golf quisiera atravesar mi garganta. Sentí que mis manos pesaban una tonelada cada una sobre mis rodillas. Levanté la cabeza en un intento fallido por contener las lágrimas en las cavidades de mis ojos y divisé una araña en el techo. Era pequeñita, igual que su telaraña vacía. Cuando me volteé nuevamente hacia él, lo vi levantar el caballito de la mesa, y tomarse el tequila de un solo y lentísimo trago. Tuvo la decencia de explicarme, “el sacerdote no alcanzó a decirme nada porque, en cuanto le dije que no quería seguir siendo amigo de mi mejor amigo, me levanté de la banca y me fui.” Eso sí lo sabía de él. Siempre ha sido quien corretea al reloj y no al revés. Evalúa todas las opciones válidas en una fracción de segundo. No necesita esperar a que alguien le diga qué hacer: se responde solo y se responde bien. Así de eficiente es su procesamiento cognitivo. Invariablemente el primero de la clase.

“Vine a despedirme de ti.”

Eso fue lo último que me dijo. Nunca lo volví a ver. Nunca me lo dijo directamente, no tuvo el valor. Simplemente dejó que el tiempo y el espacio terminaran de matar esta relación que yo pensé que era amistad. Y me es muy difícil no tenerle resentimiento. Sobre todo porque sé que el resentimiento es el producto de malentendidos ocurridos por las palabras pensadas y no habladas. Son figuraciones propias. Y se alimentan del desconsuelo, la ignorancia premeditada y el egocentrismo.

martes, 17 de febrero de 2015

La sonrisa más espléndida del mundo

En el primer día hábil después de las vacaciones de Navidad y año nuevo, mi madre y yo tuvimos la "maravillosa" idea de ir al supermercado a comprar, por supuesto, los víveres que faltaban en el hogar debido a la temporada festiva. No es sorpresa decir que nos introdujimos a un mundo de caos y desesperación. Los pasillos estaban infestados de gente y los estantes escasos de productos. Allí iba yo, persiguiendo detrás de mi mamá mientras empujaba el carrito intentando no chocar contra otras cosas o personas. Mi mirada estaba fija hacia adelante y a los cuadrantes dos y tres de mi vista periférica. Logré esquivar los obstáculos en el área de frutas y verduras. Gracias a Dios, cuando pasamos por el pasillo de pan dulce y recién horneado, no había aún tanto tráfico. Después de eso, decidimos adentrarnos por el camino menos transitado, es decir, la desolada sección de pescados y mariscos. Lamentablemente, la siguiente era la de carnes y esa sí que estaba retacada de humanos.
Mi mamá, sola claro, podía rebasar gente con agilidad torneando su cuerpo para evadir las obstrucciones del frente. Pero yo, con el carrito por delante, no gozaba de realizar tales acrobacias para avanzar tan rápido como ella. Tenía un ojo fijo en la nuca de ella y el otro revisando que no fuera a golpear algo. Estaba tan inmersa en ese embrollo que sentía cómo mis escamas se camuflajeaban con el entorno, deseando realmente ser una especie de lagartija que pudiera adelantársele a todos caminando por el techo. Cuando entonces, lo inimaginable sucedió. Otro carrito en movimiento se detuvo ante el mío. Vi por primera vez el piso, bastante sucio por cierto, con la mugre del excesivo caminar contrastando contra el cemento liso y pálido. Me di cuenta en ese momento de que mi cabeza estaba más inclinada hacia abajo que hacia cualquier otro lado, lo cual destacó enormemente mi siguiente gesto.
Me erguí como si estuviera amaneciendo la primavera sobre un girasol, abrí muy bien los ojos y hasta respiré como si fuera la primera bocanada de oxígeno que daba después de haber estado asfixiándome adentro del agua. Todo para encontrarme con, probablemente, la sonrisa más espléndida del mundo. Era un hombre, mayor que yo, tal vez con la edad suficiente para ser mi padre, pero sus ojos claros estaban adornados a los lados por las líneas de expresión más sinceras que haya tenido la fortuna de contemplar. Sus labios cerrados se arqueaban suavemente hacia arriba y todo su relajado comportamiento corporal se recargaba apoyando ambos codos sobre el manubrio de su carrito. En esa fracción de segundo que me miraba, caí redondita, así como cuando vas al cerro de limones y sólo basta con tomar uno para que todos los demás rueden incontrolablemente hasta el piso y se pierdan para siempre en los huequitos casi inexistentes entre las cajas de verduras. Pero ahora que lo pienso, tal vez sólo me veía porque tenía el delineador corrido o a lo mejor sólo pensaba "cuándo le va a pasar esta chamaca estorbosa, que me van a ganar la última charola de bistec del siete".
Ahora, imagina una chava en sus veintes con cara de boba, con el cuello replegado y subiendo los hombros haciendo una mueca como si dijera "jej". Bueno, para ponértela sencilla, imagínate una tortuga. Cuando mis oídos decidieron reaccionar y mandar una señal a mi cerebro de que todo el ruido actual era, de hecho, el bullicio del supermercado y que estaba parada como un fastidio más en el flujo de las personas, yo lo estaba mirando a él en ese momento, exactamente con cara de tortuga. De regreso a la realidad, le dije "gracias" exclusivamente con las formas de mis labios, está de más explicarte que mi aliento se había escapado y eso fue lo mejor que pude hacer en agradecimiento. Ha de haber pensado que era muda pero en un intento de escape, avancé lo más rápido posible hasta donde estaba mi mamá gritándome que le acercara el carrito para echar los botes de leche.
Más adelante, esquivé al señor en el área de quesos y jamones todavía muriéndome de pena, repasando el momento una y otra vez en mi cabeza. Aunque, para serte sincera, no lo repetía por mi trauma de vergüenza, sino para revivir la fotografía mental de su espléndida sonrisa. El mundo podría desmoronarse alrededor de él mientras se mantenía en completa serenidad. Sus cabellos decolorados por la vida estarían meciéndose sobre la raíz en su cabeza como una compañía de bailarines interpretando con gracia Giselle de Adolph Adam. Esa indudable paz me envolvió creando un campo de fuerza a mi alrededor, resguardándome de la dureza de la realidad, la lucha y la competencia estóica. Todo afuera de esa esfera, estaba nublado. Todo adentro era dicha. Y es en esos pequeños gestos que la gente confunde con “insignificantes” donde se esconden los detalles con mayor trascendencia.