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viernes, 24 de junio de 2011
Te me antojas
El día llameante me
obliga a refugiarme bajo la pobre sombra de Jacaranda saliendo del verano. Mis
pies se refrescan en la almohadilla de flores púrpuras que adornan ahora su
base. El aire caliente me abrasa fuerte y juega con mi piel sensible a sus
caricias. Después de tanto mirar el paisaje intensamente iluminado por un sol
grande y completo, mis ojos comienzan a sentir y llorar suavemente la soledad
del momento. El tronco me toma por la espalda y se torna de tal manera que
pueda descansar en él, librándome de mis aflicciones. Y a pesar de que el clima
es inhumano, me seduce poco a poco hasta que me sometió y caí en el delirio. Y
allí donde me adentré en sus mieles, me dio a probar de todos sus sabores:
dulces, ácidos, picantes, estimulantes, agresivos, adictivos, intensos e
inolvidables. Me dio de beber de todos los colores: translúcidos, brillantes,
opacos, misteriosos, embriagantes, peculiares, indiscretos, recelosos. Y
mientras me extasiaba, tomó mis manos por las muñecas y dócilmente las paseó
sobre mi cuerpo hasta extenderlas encima de mí. Luego se tomó la tarea de
recubrir mi piel en aromas extraños y deleitables acostumbrándome lentamente a
su esencia. Y así, sin darme cuenta, me adiestró a subsistir de los manantiales
que brotaban en las puntas de los dedos de mis pies. Sentí las garras ligeras
de las aves que descansaron en mí y conocí la vida de cada una de aquellas que
fueron criadas en mis brazos. Atendí sus llantos con susurros y canciones de
cuna sin importar mi cansancio. Acepté ser parte del inminente territorio de
los canes que se tomaban la molestia de admirar mis piernas desnudas. Soporté
las tormentas y las sequías. Desahogué mi amor a la lluvia fresca. Y por haber
cumplido el ineludible pacto, cada primavera me llevaba al éxtasis y me
regalaba un millón de hijitos morados. Y por un millón de días me alimenté de
un millón de soles hasta que Jacaranda se comió la última hebra de mi corazón.
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