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lunes, 2 de marzo de 2015

Destemplanza

Me dijo que fue a confesarse un par de meses atrás. Se me hizo curioso pues nunca pensé que fuera un hombre de religión. Me había dado a entender, todo el tiempo que lo conocí, que se regía por una fe más personal, más privada entre él y el Dios de las fes más antiguas de la Tierra. Pero esa noche me pidió que lo encontrara en un bar porque quería hablar conmigo y eso fue lo que me dijo. Me dijo “todos los días cuando regreso a mi casa, paso frente a una iglesia. Nunca había entrado pero ese jueves me estacioné sin pensar y me quedé callado, sentado solamente. Mi llave del carro sólo tiene un llavero que me dio mi mejor amigo hace muchos años. Es un souvenir de cuando se fue de viaje. Lo tenía en mi palma derecha. Mi mano estaba muy abierta, creo que me quedé así mucho rato porque mis dedos se me entumieron y después no podía cerrar el puño con fuerza para agarrar las llaves. Me di cuenta de la textura del llavero, estaba muy lisa, se me podía resbalar de las manos. No es como otros llaveros porosos o con líneas, fáciles de sostener, ¿cómo se dice? Ergonómicos. ¿Existen los llaveros ergonómicos? Creo que no, pero éste era especialmente difícil de agarrar…”

Así habló varias cosas que no logré entender entonces. En general él siempre tiene algo interesante que decir. Sobre todo porque repasa las noticias en el periódico todas las mañanas de lunes a viernes. Siempre había dicho que los fines de semana no lee el periódico porque uno debe tener tiempo para sí mismo y separarse de los problemas del mundo. Siempre me llamó la atención que su tiempo de descanso era exclusivo, sin excepción. Eso es lo que yo llamo: respeto por sí mismo.

Honestamente no sabía si preocuparme por la manera en que estaba hablando. Yo sólo estaba esperando a que el barman nos rellenara el vaso de cerveza mientras continuaba escuchándolo: “cuando me bajé del carro me di cuenta que estaba estacionado frente a esa iglesia y me metí. No sé cómo encuentra la gente a Dios en un lugar tan oscuro y frío. O a lo mejor fue que llegué a la hora que no hay casi nadie. Pero del lado derecho vi dos personas sentadas en una banca así que no me sentí como un intruso y me senté yo también pero lejos de ellos, en la banca de mero adelante.” Típico de él, ¿no? Cuando íbamos a las conferencias obligadas de la universidad, le gustaba sentarse hasta adelante. A mí al principio no me gustaba pero luego comprendí por qué lo hacía. Las personas distraen. Las personas siempre estaban jugando en el celular o haciendo garabatos en sus libretas o cualquier otra cosa. Y en lugar de poner atención a la conferencia, terminabas tratando de averiguar el color de las calcetas de la persona de enfrente. Por eso él siempre se sentaba hasta adelante, para poner atención.

“Después de estar un rato sentado, me gustó el frío” me dijo “porque tranquiliza. Aunque la verdad, las estatuas del altar estaban muy mal pintadas y más que santos parecían pequeños demonios. Justo cuando estaba pensando en eso, me asustó el sacerdote. Se había sentado en la banca detrás de la mía. Me di cuenta que las otras  personas ya se habían ido y sólo quedábamos él y yo en la iglesia.” Me dijo que el sacerdote, sin saludar ni nada, le pidió su confesión. “Realmente no iba a eso, pero me salió muy natural. Le dije como si fuera una necesidad sacármelo. Y es que ahora entiendo por qué la gente se va a confesar. Hay ciertas cosas que uno necesita decir en voz alta para no volverse loco o no sentirse mal, deprimirse, enojarse... pero al mismo tiempo, sabes que no puedes decirlo a alguien que conoces porque vas a arruinarlo todo. A veces no puedes confiar ni en tu confidente, ¿sabes?” Le dije que sí, sí sabía aunque, la verdad, no tenía idea. Nunca he estado en una situación así.

“Para serte sincero, tuve que estacionarme porque me dolía la cabeza. Me dolía no por una afección en particular sino porque mi conciencia habla muy fuerte, grita mucho. A veces siento como si estuviera separada de mí y es muy molesto porque mi mente está tranquila pero mi conciencia no. No puedes controlarlo, no puedes mandarle una señal como a los pies cuando quieres que caminen. Y cuando le contesté al sacerdote, no era yo hablando, era mi conciencia. Necesitaba liberarse u olvidarse o encontrar un motivo legítimo para irse. Y yo, como estaba harto, la dejé hablar porque ya no sabía cómo lidiar con ella.”

En ese punto dejé de tomar de mi vaso con cerveza y traté de mirarlo pero el humo adentro del bar estaba muy denso y la iluminación demasiado tenue. Él no me estaba volteando a ver. Sí me estaba hablando a mí pero creo que veía una botella de las que están en la repisa. Probablemente era la del tequila barato con tapón de sombrerito. Típico que es del que los extranjeros siempre piden, pero los locales sabemos mejor.

Quería enfocarlo porque ahora sí ya me estaba preocupando con su habladera de las confesiones y las conciencias. Y eso que sólo llevábamos dos vasos pero el alcohol no debería inquietarme, después de todo es fanático de la cerveza: toma con la filosofía de disfrutar de buena compañía y jamás lo he visto ebrio. Pero no está sonando como él en absoluto. Le dije toda esa porquería que se dicen los adolescentes cuando creen que su amistad durará para toda la vida: eres a todo dar, me caes súper bien, cuentas conmigo, nunca cambies, etc. Soy muy malo para las interacciones interpersonales, pero al menos eso es algo que compartimos él y yo: somos cabezas frías. Creo que se rió un poco porque hizo una pausa, sacudió una vez la cabeza y se tomó de un trago lo que le quedaba en el vaso. Antes de hablar otra vez, recargó un borde del fondo del vaso sobre el portavasos y le dio varias vueltas, paseando el asiento de cerveza que quedaba, bailando en el interior. Luego lo dejó firme sobre la mesa, colocando su palma completa fuertemente sobre la boca del vaso, como si quisiera crear un vacío adentro de él.

“Le confesé que ya no quiero ser amigo de mi mejor amigo.”

Para ese entonces yo ya estaba muy confundido. Y le pregunté impulsivamente si era homosexual. Es que pensé que se refería a que quería ser algo más que su amigo ¿sabes? Yo sé quién es el otro, se conocen desde mucho antes que yo lo conociera a él, son prácticamente inseparables. Son el alma de las fiestas, compañeros del crimen. No tiene sentido que me diga que quiere separarse de su mejor amigo después de tantos años, son como familia ¿no? Creo que el aire se había despejado un poco, porque vi las líneas de expresión en su cara cuando la arrojó para atrás echándose una carcajada.

“No soy gay. Y no quiero ser amigo de mi mejor amigo. No lo quiero volver a ver.” Vi cómo colocó su pulgar y su dedo índice de la mano derecha, uno en cada uno de sus ojos, apoyando el codo sobre la barra. Yo seguía desconcertado. No sabía cómo abordarlo. Mientras, él se tapaba media cara con su mano y observé cómo sus hombros se elevaban repentinamente con un hipo de tristeza. No tuve el valor para preguntarle la razón por la que se sentía así y lo único que se me ocurrió fue pedir una ronda del tequila barato del sombrerito. De repente el bar se volvió más tenue, más bullicioso, más melancólico. Las personas sentadas detrás de nosotros aparecían como sombras negras entre las velas amarillas y lo único colorido eran las botellas de licores desacomodados en las repisas de adelante. Todas las demás cosas estaban sombreadas, los contornos indefinidos y borrosos. Y frente a nosotros: dos vasos vacíos y dos caballitos con elíxir dorado. Yo me tomé el mío en cuanto llegó, pero él paseó su dedo formando círculos alrededor de la pequeña boca del caballito con mucho cuidado de no tocar el líquido contenido dentro. Tuve que sacarlo de su ensimismamiento antes de que se cayera de su banco. Le pregunté si su mejor amigo le había jugado una mala pasada y agitó su cabeza indicando que no. Le pregunté si él mismo le había hecho algo malo a su mejor amigo y nuevamente agitó su cabeza indicando que no.

No sé qué es lo que esperaba él de mí. Yo suelo escucharlo, siempre he admirado la dedicación que le tiene a cada detalle de su vida, las consideraciones hacia la gente que conoce. Pero soy más el tipo de persona que escucha. Sin embargo, en ese momento que me quedé callado, él no habló como era usual. Después le pregunté qué es lo que le había contestado el sacerdote. “Nada.” Me dijo. A esas alturas ya me estaba rindiendo. Me llamó con unas horas de anticipación para pedirme que lo encontrara en un bar porque quería hablar conmigo y cuando estábamos ahí, no estaba mencionando una sola palabra que hiciera sentido. Estaba sentado al lado de un extraño. Estaba sentado al lado de una persona que pensaba que conocía, pero me vine dando cuenta apenas, que lo que yo sabía de él eran todas aquellas cosas que son de dominio público. Sus maneras y costumbres, su rutina y gustos. En ese momento entendí que toda esta velada no me hizo sentido porque realmente no sé quién es. No sé cómo piensa, no conozco sus expectativas, sus deseos, sus miedos, qué le enoja, que le disgusta, qué lo hace feliz. Yo era para él lo que el sombrerito del tapón era para la botella de tequila: intrascendente.

Sentí como si una bola de golf quisiera atravesar mi garganta. Sentí que mis manos pesaban una tonelada cada una sobre mis rodillas. Levanté la cabeza en un intento fallido por contener las lágrimas en las cavidades de mis ojos y divisé una araña en el techo. Era pequeñita, igual que su telaraña vacía. Cuando me volteé nuevamente hacia él, lo vi levantar el caballito de la mesa, y tomarse el tequila de un solo y lentísimo trago. Tuvo la decencia de explicarme, “el sacerdote no alcanzó a decirme nada porque, en cuanto le dije que no quería seguir siendo amigo de mi mejor amigo, me levanté de la banca y me fui.” Eso sí lo sabía de él. Siempre ha sido quien corretea al reloj y no al revés. Evalúa todas las opciones válidas en una fracción de segundo. No necesita esperar a que alguien le diga qué hacer: se responde solo y se responde bien. Así de eficiente es su procesamiento cognitivo. Invariablemente el primero de la clase.

“Vine a despedirme de ti.”

Eso fue lo último que me dijo. Nunca lo volví a ver. Nunca me lo dijo directamente, no tuvo el valor. Simplemente dejó que el tiempo y el espacio terminaran de matar esta relación que yo pensé que era amistad. Y me es muy difícil no tenerle resentimiento. Sobre todo porque sé que el resentimiento es el producto de malentendidos ocurridos por las palabras pensadas y no habladas. Son figuraciones propias. Y se alimentan del desconsuelo, la ignorancia premeditada y el egocentrismo.