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martes, 17 de febrero de 2015

La sonrisa más espléndida del mundo

En el primer día hábil después de las vacaciones de Navidad y año nuevo, mi madre y yo tuvimos la "maravillosa" idea de ir al supermercado a comprar, por supuesto, los víveres que faltaban en el hogar debido a la temporada festiva. No es sorpresa decir que nos introdujimos a un mundo de caos y desesperación. Los pasillos estaban infestados de gente y los estantes escasos de productos. Allí iba yo, persiguiendo detrás de mi mamá mientras empujaba el carrito intentando no chocar contra otras cosas o personas. Mi mirada estaba fija hacia adelante y a los cuadrantes dos y tres de mi vista periférica. Logré esquivar los obstáculos en el área de frutas y verduras. Gracias a Dios, cuando pasamos por el pasillo de pan dulce y recién horneado, no había aún tanto tráfico. Después de eso, decidimos adentrarnos por el camino menos transitado, es decir, la desolada sección de pescados y mariscos. Lamentablemente, la siguiente era la de carnes y esa sí que estaba retacada de humanos.
Mi mamá, sola claro, podía rebasar gente con agilidad torneando su cuerpo para evadir las obstrucciones del frente. Pero yo, con el carrito por delante, no gozaba de realizar tales acrobacias para avanzar tan rápido como ella. Tenía un ojo fijo en la nuca de ella y el otro revisando que no fuera a golpear algo. Estaba tan inmersa en ese embrollo que sentía cómo mis escamas se camuflajeaban con el entorno, deseando realmente ser una especie de lagartija que pudiera adelantársele a todos caminando por el techo. Cuando entonces, lo inimaginable sucedió. Otro carrito en movimiento se detuvo ante el mío. Vi por primera vez el piso, bastante sucio por cierto, con la mugre del excesivo caminar contrastando contra el cemento liso y pálido. Me di cuenta en ese momento de que mi cabeza estaba más inclinada hacia abajo que hacia cualquier otro lado, lo cual destacó enormemente mi siguiente gesto.
Me erguí como si estuviera amaneciendo la primavera sobre un girasol, abrí muy bien los ojos y hasta respiré como si fuera la primera bocanada de oxígeno que daba después de haber estado asfixiándome adentro del agua. Todo para encontrarme con, probablemente, la sonrisa más espléndida del mundo. Era un hombre, mayor que yo, tal vez con la edad suficiente para ser mi padre, pero sus ojos claros estaban adornados a los lados por las líneas de expresión más sinceras que haya tenido la fortuna de contemplar. Sus labios cerrados se arqueaban suavemente hacia arriba y todo su relajado comportamiento corporal se recargaba apoyando ambos codos sobre el manubrio de su carrito. En esa fracción de segundo que me miraba, caí redondita, así como cuando vas al cerro de limones y sólo basta con tomar uno para que todos los demás rueden incontrolablemente hasta el piso y se pierdan para siempre en los huequitos casi inexistentes entre las cajas de verduras. Pero ahora que lo pienso, tal vez sólo me veía porque tenía el delineador corrido o a lo mejor sólo pensaba "cuándo le va a pasar esta chamaca estorbosa, que me van a ganar la última charola de bistec del siete".
Ahora, imagina una chava en sus veintes con cara de boba, con el cuello replegado y subiendo los hombros haciendo una mueca como si dijera "jej". Bueno, para ponértela sencilla, imagínate una tortuga. Cuando mis oídos decidieron reaccionar y mandar una señal a mi cerebro de que todo el ruido actual era, de hecho, el bullicio del supermercado y que estaba parada como un fastidio más en el flujo de las personas, yo lo estaba mirando a él en ese momento, exactamente con cara de tortuga. De regreso a la realidad, le dije "gracias" exclusivamente con las formas de mis labios, está de más explicarte que mi aliento se había escapado y eso fue lo mejor que pude hacer en agradecimiento. Ha de haber pensado que era muda pero en un intento de escape, avancé lo más rápido posible hasta donde estaba mi mamá gritándome que le acercara el carrito para echar los botes de leche.
Más adelante, esquivé al señor en el área de quesos y jamones todavía muriéndome de pena, repasando el momento una y otra vez en mi cabeza. Aunque, para serte sincera, no lo repetía por mi trauma de vergüenza, sino para revivir la fotografía mental de su espléndida sonrisa. El mundo podría desmoronarse alrededor de él mientras se mantenía en completa serenidad. Sus cabellos decolorados por la vida estarían meciéndose sobre la raíz en su cabeza como una compañía de bailarines interpretando con gracia Giselle de Adolph Adam. Esa indudable paz me envolvió creando un campo de fuerza a mi alrededor, resguardándome de la dureza de la realidad, la lucha y la competencia estóica. Todo afuera de esa esfera, estaba nublado. Todo adentro era dicha. Y es en esos pequeños gestos que la gente confunde con “insignificantes” donde se esconden los detalles con mayor trascendencia.