En el primer día hábil después de
las vacaciones de Navidad y año nuevo, mi madre y yo tuvimos la
"maravillosa" idea de ir al supermercado a comprar, por supuesto, los
víveres que faltaban en el hogar debido a la temporada festiva. No es sorpresa
decir que nos introdujimos a un mundo de caos y desesperación. Los pasillos
estaban infestados de gente y los estantes escasos de productos. Allí iba yo,
persiguiendo detrás de mi mamá mientras empujaba el carrito intentando no
chocar contra otras cosas o personas. Mi mirada estaba fija hacia adelante y a
los cuadrantes dos y tres de mi vista periférica. Logré esquivar los obstáculos
en el área de frutas y verduras. Gracias a Dios, cuando pasamos por el pasillo
de pan dulce y recién horneado, no había aún tanto tráfico. Después de eso,
decidimos adentrarnos por el camino menos transitado, es decir, la desolada sección
de pescados y mariscos. Lamentablemente, la siguiente era la de carnes y esa sí
que estaba retacada de humanos.
Mi mamá, sola claro, podía
rebasar gente con agilidad torneando su cuerpo para evadir las obstrucciones
del frente. Pero yo, con el carrito por delante, no gozaba de realizar tales
acrobacias para avanzar tan rápido como ella. Tenía un ojo fijo en la nuca de
ella y el otro revisando que no fuera a golpear algo. Estaba tan inmersa en ese
embrollo que sentía cómo mis escamas se camuflajeaban con el entorno, deseando
realmente ser una especie de lagartija que pudiera adelantársele a todos
caminando por el techo. Cuando entonces, lo inimaginable sucedió. Otro carrito
en movimiento se detuvo ante el mío. Vi por primera vez el piso, bastante sucio
por cierto, con la mugre del excesivo caminar contrastando contra el cemento
liso y pálido. Me di cuenta en ese momento de que mi cabeza estaba más
inclinada hacia abajo que hacia cualquier otro lado, lo cual destacó
enormemente mi siguiente gesto.
Me erguí como si estuviera
amaneciendo la primavera sobre un girasol, abrí muy bien los ojos y hasta
respiré como si fuera la primera bocanada de oxígeno que daba después de haber
estado asfixiándome adentro del agua. Todo para encontrarme con, probablemente,
la sonrisa más espléndida del mundo. Era un hombre, mayor que yo, tal vez con
la edad suficiente para ser mi padre, pero sus ojos claros estaban adornados a
los lados por las líneas de expresión más sinceras que haya tenido la fortuna
de contemplar. Sus labios cerrados se arqueaban suavemente hacia arriba y todo
su relajado comportamiento corporal se recargaba apoyando ambos codos sobre el
manubrio de su carrito. En esa fracción de segundo que me miraba, caí
redondita, así como cuando vas al cerro de limones y sólo basta con tomar uno
para que todos los demás rueden incontrolablemente hasta el piso y se pierdan
para siempre en los huequitos casi inexistentes entre las cajas de verduras.
Pero ahora que lo pienso, tal vez sólo me veía porque tenía el delineador
corrido o a lo mejor sólo pensaba "cuándo le va a pasar esta chamaca
estorbosa, que me van a ganar la última charola de bistec del siete".
Ahora, imagina una chava en sus
veintes con cara de boba, con el cuello replegado y subiendo los hombros
haciendo una mueca como si dijera "jej". Bueno, para ponértela
sencilla, imagínate una tortuga. Cuando mis oídos decidieron reaccionar y
mandar una señal a mi cerebro de que todo el ruido actual era, de hecho, el
bullicio del supermercado y que estaba parada como un fastidio más en el flujo
de las personas, yo lo estaba mirando a él en ese momento, exactamente con cara
de tortuga. De regreso a la realidad, le dije "gracias" exclusivamente
con las formas de mis labios, está de más explicarte que mi aliento se había
escapado y eso fue lo mejor que pude hacer en agradecimiento. Ha de haber
pensado que era muda pero en un intento de escape, avancé lo más rápido posible
hasta donde estaba mi mamá gritándome que le acercara el carrito para echar los
botes de leche.
Más adelante, esquivé al señor en
el área de quesos y jamones todavía muriéndome de pena, repasando el momento
una y otra vez en mi cabeza. Aunque, para serte sincera, no lo repetía por mi
trauma de vergüenza, sino para revivir la fotografía mental de su espléndida sonrisa.
El mundo podría desmoronarse alrededor de él mientras se mantenía en completa
serenidad. Sus cabellos decolorados por la vida estarían meciéndose sobre la
raíz en su cabeza como una compañía de bailarines interpretando con gracia Giselle de Adolph Adam. Esa indudable
paz me envolvió creando un campo de fuerza a mi alrededor, resguardándome de la
dureza de la realidad, la lucha y la competencia estóica. Todo afuera de esa
esfera, estaba nublado. Todo adentro era dicha. Y es en esos pequeños gestos
que la gente confunde con “insignificantes” donde se esconden los detalles con
mayor trascendencia.