El amor es saltar desde un acantilado esperando caer en la seguridad de un lago paradisíaco con aguas tranquilas y cristalinas. Pero si somos lo suficientemente inteligentes, vamos a voltear hacia abajo y vamos a comenzar a construir rápidamente un paracaídas antes de destrozarnos contra las rocas que nos esperan al aterrizar.
Me frustra no poder escribir como
antes. Me he acostumbrado tanto a twitter, a las frases cortas, que ya no sé
cómo explayarme. Estoy perdiendo mis historias, mi creatividad, mi tiempo de
reflexión. Estoy todo el día embobada pensando en las cosas que me hacen crecer
hacia afuera y ya no me doy tiempo para meditar y crecer hacia adentro. Para
hacerme más sensible y susceptible a mi alrededor. Yo antes estaba llena de
cuentos, llena de sentimientos y no me daba miedo escribirlos, mucho menos
compartirlos, pero ahora… Es como los niños que cuando son pequeños hacen todo
sin temerle a nada pero que cuando crecemos somos más “precavidos”, más
“cuidadosos”, en pocas palabras más miedosos. Tenemos miedo de lo que pueda
pasar si hacemos algo. Tenemos miedo de lo que los demás puedan decir como
respuesta a alguna cosa que nosotros digamos. Y no debería de ser así. Siempre
había sido partidaria de que las personas se expresen plenamente, sin
restricciones, sin censura y sin discreción.
Pero me siento diferente. ¿Fue
una buena idea dejar la academia? ¿Las aulas llenas de discusiones, de
incógnitas, de ideas nuevas, de locuras, de diversiones y preocupaciones, de
crecimiento, de compartir? A veces no sé si extraño ese tipo de ambiente, donde
la gente piensa y dice. Mi ambiente actual es de escuchar y hacer. No es
inspirador. Pero aquí hago cosas. Antes sólo las decía.
Venía manejando por la calle, el semáforo se puso en rojo. En el camellón había un niño de unos diez años sentado, traía puesta una camiseta pero afuera estaba algo fresco. Traía también una gorra y una cadena con una cruz. Se persignó, besó su cruz e inmediatamente se levantó para caminar entre los carros pidiéndonos una moneda. Volteé a ver alrededor y no veía ni un alma en medio de la solitaria avenida. Se veía totalmente solo y pensé: “si yo fuera diferente, lo habría subido a mi carro, lo habría llevado a mi casa y le habría dado algo caliente de cenar y una cama donde dormir esa noche. Al día siguiente habría pensado qué hacer.” Pero yo soy lo que soy. No hice lo que hubiera hecho si fuera diferente. Miré por el retrovisor a las personas que estaban en los otros tres carros durante ese rojo de semáforo. Nadie le dio una moneda. Y el niño regresó a sentarse en el camellón, en la oscuridad de las nueve de la noche fresca.
En ese momento, todos fuimos
iguales: egoístas, inhumanos, insensibles, antipáticos, desconfiados.
Horribles.