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domingo, 26 de octubre de 2008

Terrones de Azúcar

Todas las noches salgo al balcón para trabajar con mi maquinita. Los espejitos del embudo se roban la luz de las estrellas y le doy vuelta a la manivela para que quiebre los trocitos de luz y los convierta en brillantes polvos de estrella que van cayendo al frasquito de vidrio. Cuando he llenado el frasquito lo tapo con el corcho, y por la mañana lo cuelgo alrededor de mi cuello, con la cadena de filigrana de plata que me obsequiaron mis padres, para que el polvo brillante absorba mis momentos felices. Todas las sonrisas, todas las carcajadas, todos los saltos, todas las miradas, todas las sorpresas, todos los abrazos, todas las caricias, todas las palabras que nos llenan de vida. Todos los momentos felices se graban en la memoria de mis polvos de estrellas que descansan en mi pecho amarrados por el cuello.

Cuando regreso a mi hogar y el día ha terminado, me tiro al piso y saco un pequeño cofre de madera de roble que está debajo de mi cama. Detrás del retrato en la pared sobre mi cama, donde tengo un año, se encuentra la llave de lapislázuli que abre el cofre de mi amado. Cada vez que mi astronauta regresa del espacio me regala polen, su amor y una noche de pasión. En el cofrecito guardo el polen de las flores rojas y rocosas de Marte que me trae cada vez que termina su viaje.

Con el polen hago mieles dulces que me sirven para hacer los terrones. Mi felicidad en las estrellas y la miel de mi amor se juntan en una cazuelita de bronce naranja donde se cocina el jarabe a fuego lento. Cuando ya está listo, lo vierto en los moldes para hacer cubitos de hielo y los coloco en el marco de la ventana, donde los cálidos rayos del sol le darán el toque final y llenarán de vida mi trabajo.

Así que cuando veo a alguien triste, le regalo un abrazo, mi consuelo y un terrón. Le comparto un trozo de mi trabajo, mi amor y, sobretodo, mi felicidad.