Disfrutando del
delicioso desayuno, dimos cuenta de un apuesto joven alto, delgado, rubio, muy
guapo. Tomaba los sueños de los niños y los metía en sus globos. De su aliento
materializaba los deseos que los padres mediocres no pueden proporcionar.
Mientras, los pequeños observaban con ansias esperando el momento de tomar
entre sus manos aquello que por fin podrían llegar a tocar. El joven hacía su
trabajo con esmero. Saludaba con una sonrisa de labios, mas sus ojos se
mantenían serios, tristes, incompletos. No me importa su rostro perfecto,
habría preferido mil veces más ver sus ojos rodeados de pequeñas arrugas de
felicidad. Pero no estaban. Él preguntaba y mecánicamente tomaba un globo de la
caja, el cual inflaba con paciencia y le daba forma con cariño. Manejaba la
imaginación con delicadeza, pero no compartía sus sentimientos con nadie.
Más tarde se asomó a
la mesa y pude ver de cerca sus ojos azules, su piel blanca contrastando con su
camisa negra bien planchada debajo de su corbata de Tazmania perfectamente
anudada a su cuello pálido. Le pedimos varias figuras. Yo observé sus manos
tanto tiempo me fue posible. Aquellas que acariciaban mis sueños y les daba
forma, pintándolos de colores brillantes, tratándolos con pasión cuidando cada
uno de sus detalles. Y cuando por fin estuvo listo, lo miró, lo aprobó y me
volteó a ver dándome una sonrisa muy lejana a la felicidad, preguntándome con
los ojos si sería capaz de cuidar mis propios sueños, de nutrirlos mejor de lo
que podría haberlo hecho él. De verdad que no estoy segura, pero para saber
tengo que intentarlo. Le regresé la mirada y tome mis sueños materializados con
mis propias manos. Pero él sabe, siempre supo, que en unos días más me habré
olvidado de su rostro, sus manos y su inspiración. Del trabajo que por voluntad
me brindó. Sabe que la realidad que creó, sólo para mí, se está escapando
lentamente por los pliegues del globo. Que su aliento gastado, en unos días
más, habrá sido en vano.