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viernes, 25 de julio de 2008

Bala

El ruido te deja sordo. El aire se rompe cada vez más cerca de ti. Las ondas suenan detrás como la estela de una estrella fugaz. El impacto inesperado empuja tu pecho hacia atrás, la inercia deja que tu cabeza se incline hacia adelante. Tu cerebro ya no controla tu cuerpo. Te dejas llevar por el golpe. Tus atrofiados nervios no sienten dolor. No sabes lo que pasa. No sabes si estás muerto. No recuerdas cómo se siente la vida. Tus pulmones se vacían y el aliento se te escapa entre los dientes. El frío sudor de tu frente se desliza hasta los orificios de tus orejas. No sabes si alguien más esta viendo porque tus ojos perdieron la necesidad de ver, perdieron el deseo de ver, perdieron la curiosidad de ver, porque lo último que viste fue el terror de tu muerte inminente. Ah, eso fue lo que te pasó. Bloqueas tu cerebro de todo recuerdo y conocimiento. Tu corazón se paraliza, lo sientes frío. Tu sangre va calentando el resto de tu cuerpo hasta el helado suelo. El apestoso líquido emanando de tu pecho se cuela entre tus dedos, inmóviles en el piso. El terror es tan abrasador que no queda valor alguno para intentar un movimiento. El pánico moja tus ojos, esos que tratan de contener el agudo llanto de la derrota. Es como si estuvieras nadando en aguas saladas. El asqueroso sudor, las lágrimas y la sangre, hacen que se te peguen las ropas al cuerpo. Los zapatos están bien atados y te impiden nadar a la superficie. Estás atorado en el último sueño de tu vida, ese que pensaste que jamás ibas a soñar. Ese sueño único, en el que no despiertas después, sino que duermes siempre.

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