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sábado, 19 de octubre de 2013

Tener el valor para decirte de frente que no quiero verte más es mi más sincero deseo

El frío se cuela entre las sábanas y no puedo evitar amanecer a mis mañanas solitarias como en los otros días que pensé que no viviría más. Y así me introduzco al día sin haber olvidado las decepciones personales de la tarde anterior que con muchas esperanzas quise dejar en el pasado con la inmediatez con que sucedieron en ese entonces.

Una persona me dijo una vez que mis sentimientos son como una bolita de cristal en mis manos. Que debía mantener ese bolita suavemente en mis manos sin prestarla a nadie. Que debía estar bajo mi completo control y disposición. Pero día a día me doy cuenta que mi condición no ejerce la presión necesaria sobre mi persona para regularlo como me gustaría. Que mi conciencia racional por más que sepa que debe cambiar de humor, los motivos son inexistentes para ayudarme. Que el simple encuentro con una persona indeseada puede sacarme de quicio. Que la sorpresa de encontrar a alguien cuya compañía es un sentimiento de complacencia mutua me puede alegrar hasta en mis peores pensamientos. 

Mis humores cambian de parecer como el clima de mi ciudad natal. Constante, inesperado excesivo, molesto, incontrolable, extremista. Puedo ponerme encima mi Jack Wolfskin pero la barrera no será suficiente para contener la gélida, seca y consciente sensación de esa luz blanca a la distancia que se percibe entrecerrando los ojos y a través de los dedos. Esa que con cada milésima de segundo que pasa crece y no se aguanta.  Es la razón para no aguantarlo todo ni nada, para encontrar excusas, para aislarse voluntariamente. Y los motivos faltan. No, los motivos son aún inexistentes. Me senté en mi cama y miré mis manos vacías fijamente. Sin nada que ofrecer, sin nada que esconder. Necesitaba con tanta desesperación tener a alguien en quien confiar. Con agonizante desesperación. Pero ningún nombre ni ningún rostro podía saltar a mi conciencia. 

Una manera incandescente de sentirse sola, como cuando sientes cada uno de los nacimientos de los cabellos en tu cráneo esperando ser arrancados con movimiento sencillo y fugaz. Igual que cuando me di cuenta que estaba viviendo una mentira y nadie tenía la decencia para decírmelo de frente. Que aún ahora las bocas se mantienen bien cerradas pero los ojos hablan tan claro que es imposible ignorar lo que ven. Creen que sus opiniones están guardadas muy dentro de sí cuando hasta la flexión de su dedo meñique refleja con gran determinación el significado de su movimiento. Y todos estos mínimos detalles giran, circulan constantemente sin solución en mi cabeza. Pero los panecillos terminaron de hornearse hace media hora. Si tan sólo tuviera azúcar glas para espolvorear la máscara de la sutil indecencia antes de dar un bocado que todos sabemos que no me pertenece. 

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