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martes, 28 de diciembre de 2010

Lanzarse sin discreción

Pude ver la colina a lo lejos, el cielo oscuro en medio del día. La última vez que volteé hacia atrás estaba sola. Ahora apareciste y me sigues. Mi meta sigue delante pero el camino es ancho y con más obstáculos.
“¿Sabes llegar?”
“Es la primera vez que vengo.”
La mía también, pensé. Y olvidando el corcel continué caminando y mi armadura cayó. Cayó fuerte y las rocas del suelo la trizaron dejándome desnuda bajo la luz. Pero seguí caminando.
Después de un largo rato sin noches ni estrellas, con los pies ensangrentados, llegué a la puerta que mis ojos no reconocieron pero le dieron la bienvenida al tacto de mis manos.
“Está abierta.” Volteé y me encontré con sus ojos que me sonrieron desde lo profundo de sus pupilas con una emoción desconocida y la carne desnuda bajo el cielo oscuro del día en nuestra colina. Seguí caminando.
No llegué arriba, pero la recámara tenía retratos en todas las paredes, en todos los techos. Unos eran míos y los demás recuerdos me los contó el tocadiscos empolvado del rincón, con melodías de todos los sabores. Tomé del centro de la mesita mi taza favorita con mi porción de azúcar de colores y embestí el pasado.
Tú te sentaste en la puerta, sin taza ni oídos, pretendiendo contenerme, pretendiendo guardarme. Miré a través de la ventana, más enorme que cualquier retrato. Miraste afuera.
“¿Qué ves?”
“Luego vemos.”
Y me dejé.

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